Durante meses, el debate sobre la toma más grande del país se centró en una sola pregunta: ¿se compraría o no el terreno? El precio dominó la discusión, con una brecha relevante entre la tasación fiscal y la valorización de los dueños, que parecía cerrarse en las últimas semanas y daba una luz de esperanza tras seis meses de negociación. Sin embargo, la mesa técnica no llegó a acuerdo. Pero ¿fue solo el precio el problema?

Aunque el Minvu atribuyó el quiebre a la falta de consenso en el precio, la inmobiliaria señaló que la incertidumbre del modelo completo hacía inviable la venta. Y tenía razón. Más allá del valor del suelo, persistían dudas sobre el financiamiento, las garantías frente a posibles incumplimientos y la viabilidad de completar el proyecto.

En primer lugar, nunca fue claro quién financiaría la operación. Las familias habían pagado una cuota inicial de $200.000 y proyectaban una mensual de $75.000, lo que implica un horizonte mayor a 15 años para cubrir la deuda. Esto es hasta cinco veces más largo que un proyecto inmobiliario tradicional. Si los bancos son reticentes a financiar terrenos a inmobiliarias, ¿qué hacía pensar que alguna institución financiera estaría dispuesta a respaldar una cooperativa de este tamaño y donde muchos hogares ni siquiera participan del sistema financiero y del mercado laboral? ¿Qué pasaría cuando algunas familias dejaran de seguir pagando por falta de empleo u otro motivo?

La historia nos ofrecía lecciones en esta materia. Las políticas habitacionales de los años 60 que ofertaban préstamos blandos fracasaron, en parte, por la alta morosidad que llevó a flujos menores de lo proyectado y a que el Estado asumiera la deuda. Hoy, con 40 cooperativas en un solo predio y una escala mucho mayor, el riesgo de repetir ese fracaso era alto. Esto permite entender la falta de un aval en la gestión que comprara el terreno en un solo acto.

Segundo, no había garantías claras. No existía claridad sobre qué ocurriría en caso de cuotas impagas ni qué pasaría con las 422 familias que no ingresaron a alguna cooperativa. ¿Se les desalojaría? ¿Quién lo haría? Si la responsabilidad recaía en los propios vecinos, que serían los nuevos dueños, el riesgo de un conflicto interno era evidente y podría quebrar la convivencia lograda hasta ahora.

Tercero, el desafío no terminaba con la compra, pues no había garantías para el término del proyecto. Un riesgo no discutido es que, aunque el Ministerio de Vivienda se comprometió a urbanizar el lote, no había certezas sobre su desarrollo. Es importante destacar que las viviendas existentes no necesariamente cumplen con los estándares de habitabilidad vigente. Por lo tanto, regularizarlas implicaría gastar en permisos y ajustes constructivos, lo cual encarecería aún más el proyecto. Si el terreno ya estaba adquirido, los incentivos podrían haberse volcado a invertir en las viviendas en vez de seguir pagando las cuotas del terreno.

A todo lo anterior se suma el riesgo simbólico al validar la toma como un mecanismo legítimo para forzar negociaciones. La urgencia por resolver el conflicto y la magnitud de la ocupación dejaron a la inmobiliaria en una posición desventajosa, forzándola a negociar un terreno cuyo valor se había reducido.

De haberse concretado la transacción, el daño patrimonial habría desincentivado aún más la inversión en zonas periféricas –donde se venden proyectos con subsidios–. Además, se habría enviado una señal equivocada a las más de 270 mil familias allegadas y a quienes, pese a contar con un subsidio asignado, esperan más de siete años para hacerlo efectivo por la falta de oferta.

En síntesis, la toma de San Antonio no era solo un problema de precio, sino del modelo de trabajo. Que la negociación fallara es una noticia lamentable para los pobladores, pero la negociación nació con letra muerta al no existir un diseño integral que abordara la construcción, el financiamiento, la convivencia y la sostenibilidad de un terreno equivalente a una ciudad pequeña como Corral o un barrio entero como Curauma. El Minvu no debió experimentar con el modelo de cooperativas para darse un gusto ideológico. Ojalá sea una lección aprendida.