Independientemente de quién alcance el sitial presidencial en unos meses y de la composición de las dos cámaras legislativas que lo acompañarán durante su mandato, no serán las medidas adoptadas por sí solas las que podrán apaciguar a nuestra enferma sociedad. Habrá de buscar grandes acuerdos que agrupen a sectores que se presentan hoy como antagónicos.
Aunque parezca una evidencia y aceptando nuestra propia obstinación, preferimos repetirlo: nos encontramos en medio de una encrucijada de dimensiones extremas, la que no parece ser del todo comprendida por quienes tienen la responsabilidad de canalizar las necesidades, aspiraciones y los fundados descontentos de la ciudadanía.
La campaña electoral en curso, en la que la vulgaridad del bailongo, la calumnia y la descalificación se disputan la primacía, es un reflejo más del deterioro que observamos en todos los estamentos de nuestra sociedad. Esta triste realidad nos hace imaginar que Chile se asemeja cada vez más a una marmita repleta de aprensiones, frustraciones, desencantos, desesperanza y mucho miedo. Y lo peor es que está hirviendo. Su explosión podría resultar fatal.
Dialogar es en el fondo una manifestación de libertad y de una cierta sabiduría que la experiencia nos brinda. Se trata, además, de una actitud de valentía frente a adversarios, compañeros o aliados de circunstancia, reticentes a veces a todo compromiso, percibiéndolo como una traición o claudicación a los principios, y resistiéndolo con vehemencia y hasta con violencia.
Nuestra historia está repleta de ejemplos de vilipendiados pero valientes próceres que, por dialogar con sus adversarios, fueron condenados por sus pares, pero rehabilitados luego por la historia. Es en ellos, ejemplos permanentes de coraje y raciocinio, que debiéramos inspirarnos más que nunca en este convulso presente.
Voluntad de diálogo
En el ámbito político, la condición básica para que el diálogo conduzca a algún resultado es contar con la voluntad de quienes lo entablan. Voluntad que debe hacerse perseverancia, junto con la aceptación de que se trata del único camino que conduce a la salida de este callejón sombrío, cuyo extremo se va estrechando con el tiempo.
En su ya célebre publicación, Homo Sapiens, el historiador Y.N. Harari nos señala que el salto cualitativo en el desarrollo del ser humano se produjo con la colaboración (del latín “collaborare”; trabajar junto a otro). Los primates homo sapiens fueron capaces de colaborar entre sí para irse diferenciando del chimpancé. Fue desde la unión entre fuerzas —a veces dispares— de donde nació y sigue naciendo el progreso; no solo económico, sino también artístico, cultural, social, civilizacional. Y la colaboración entre los seres humanos pasa por el diálogo que expresa el pensamiento a través del lenguaje, con voluntad de alcanzar un acuerdo.
Manifestar esa voluntad de diálogo es comprender, previamente, que somos —como lo expresara la filósofa Elisabeth Badinter refiriéndose a las relaciones entre el hombre y la mujer— “el uno con el otro”: indisociables, cautivos, de igual legado y destino. Querámoslo o no, tenemos un pasado común y estamos llamados a proyectarnos hacia el futuro como nación indivisible que pretende materializar sus esperanzas.
Esto quiere decir que tanto el aislamiento social como la imposición forzada de visiones y doctrinas no solo es inapropiada y esclavizante, sino además ineficiente y, a la luz de tantas experiencias contemporáneas —dolorosas y fracasadas—, cabe preguntarse si acaso alguien podría pensar seriamente que ideologías “iluminadas” puedan explicar o ser la solución para salir de este impasse que se vuelve crónico y a punto de convertirse en explosivo.
Observando nuestro entorno social de crispación, entrar en un proceso de diálogo pareciera ser un imperativo de sobrevivencia. Entonces, agreguemos también que, en tiempos de crisis, es el hecho de aunar posiciones disímiles lo que confiere legitimidad. Es más; lo legitima como el único método posible de gobernanza, camino insustituible sin el cual es imposible reformar nuestra matriz económica, cultural y social para hacerla más segura, justa y humana. “La voluntad mueve montañas”, reza un viejo proverbio que es bueno recordar.
Pero la voluntad de dialogar excluye la soberbia y obliga a la humildad. “No existe diálogo si no hay humildad”, nos decía el filósofo y educador Paulo Freire en los sesenta. Y es que en estos ámbitos terrenales nadie es portador, a priori, de una verdad irrefutable para ser impuesta, menos aún, cuando se hace mediante la amenaza o el empleo de la fuerza. Sobre la base de este axioma, el diálogo aparece como la condición única y lógica para la convivencia social. Y ello, a pesar de que este signifique penetrar en lo incierto, en la duda, en la contradicción. Porque, en lo político, dialogar implica desprenderse de dogmas, estar dispuesto a ceder, a transar para avanzar, a reconocer la pertinencia de argumentos ajenos, aceptando las eventuales debilidades de los propios.
La voluntad de diálogo es comprender que las soluciones están en los compromisos, y que estos no son permanentes, sino sujetos a nuevas contradicciones y a otros, muchos otros diálogos que buscarán superarlas con nuevos acuerdos. Dialogar es canalizar visiones y apaciguar impulsos emocionales, es desprenderse de toda ideología sesgada, revelada como la única verdad científica o religiosa.
Su expresión deberá ser de buena fe, sin trampas ni dobleces, porque al aceptar el diálogo como método de gobernanza, debemos excluir que este sea una cuestión de orden táctico, tributaria de la correlación de fuerzas del momento. Muy por el contrario, siendo el eje central de una sociedad avanzada, su importancia es estratégica, irreductible e insustituible.
Urgencia de diálogo
¿Cómo llevar adelante entonces —ahora y aquí— un proceso de diálogo pacificador?, sería la pregunta pertinente.
Los fracasos enseñan y, probablemente, los recientes procesos constitucionales hayan sido una lección que nos agradecerá la historia, ya que los cambios son sólidos y duraderos únicamente cuando resultan de la convergencia entre las grandes mayorías. Y esto solo se logra dialogando.
Por otra parte, la urgencia que afrontamos nos obliga a actuar con celeridad. Los ciudadanos parecen comprenderlo así perfectamente, y desde hace bastante tiempo, por lo demás. En cada rincón del país es posible observar un hastío a las divisiones ideológicas que separan y excluyen, un anhelo por superar barreras ya sobrepasadas por la historia y afrontar técnicamente los problemas, esos que no tienen color ni marca partidista registrada, pero que afectan de igual manera a la inmensa mayoría del país. Habrá entonces que obligar a los dirigentes políticos a dialogar y a ceder, a desprenderse de algunos intereses; ello a través de nuestro derecho a opinar, proponer, manifestar y elegir.
Independientemente de quién alcance el sitial presidencial en unos meses y de la composición de las dos cámaras legislativas que lo acompañarán durante su mandato, no serán las medidas adoptadas por sí solas las que podrán apaciguar a nuestra enferma sociedad. Habrá de buscar grandes acuerdos que agrupen a sectores que se presentan hoy como antagónicos. So pena de caer en autoritarismos, ningún país puede ser gobernado por minorías que impongan sus convicciones.
La predisposición al diálogo de cada candidato debiera ser auscultada por nosotros antes de decidir el voto. Es más, debiera ser la condición básica de nuestro apoyo, ya que los acuerdos entre fuerzas políticas dispares condicionarán la gobernanza de nuestro país.
En esta perspectiva, imponer el diálogo es una forma de resistencia al abandono que se respira por doquier y a la violencia que crece en las aulas, barrios, calles e instituciones; es una barrera de exclusión a la torpeza, la improvisación y la demagogia; y es también una fórmula racional para alcanzar un grado superior de desarrollo humano.
“El diálogo es más que un acuerdo: es un acorde” (Octavio Paz, poeta, escritor, ensayista y diplomático mexicano, premio Nobel de Literatura).
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