Imagen de Dichatoaldia.cl

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A cuatro kilómetros de Dichato, un balneario arrasado por el maremoto y el terremoto de hace un año en Chile, se levanta un campamento de 450 viviendas de emergencia habitadas por familias que lo perdieron todo. Sin agua, con baños compartidos y calles de ripio, sienten que viven “como en un campo de concentración”.

En el campamento El Molino habitan unas 3.000 personas en viviendas de madera de 20 metros cuadrados, sin aislación térmica y que se inundan cuando llueve. Fueron trasladados hasta allí tras el terremoto de 8,8 grados y el posterior maremoto que arrasó a Dichato la madrugada del 27 de febrero de 2010.

Jimena Toledo, dirigenta vecinal del campamento, se pasea saludando a las vecinas por las calles de ripio que separan las casuchas de madera. En invierno, asegura, se llenan de barro.

“La vida en la aldea es mala, es amarga, es fea. Para mí, esto es como un campo de concentración. A las nueve de la noche la gente se encierra en sus casas y eso es todo. Antes no era así, salíamos, íbamos a dar una vuelta”, relata Toledo a la AFP.

El campamento, uno de los más grandes de Chile, fue montado por el Gobierno tres semanas después del terremoto luego de arrendar a una empresa forestal el terreno donde está emplazado. Alberga a casi todos quienes habitaban Dichato antes del terremoto, que dejó aquí 26 muertos y arrasó con cerca del 80% del pueblo, donde la mayoría de sus habitantes se dedicaba al turismo y la pesca.

“Poca gente baja a Dichato; aunque no lo crean, esto es un pueblo nuevo”, cuenta Jimena. En la aldea venden frutas y verduras varios días de la semana, y muchos han aprovechado para establecer en sus cabañas pequeños comercios que abastecen de los comestibles más básicos a las familias que no se pueden desplazar con facilidad hasta el pueblo.

Como El Molino, existen otras 106 aldeas provisionales que se construyeron tras el terremoto para albergar a más de 4.000 familias, las más afectadas por la tragedia que costó la vida a 524 personas y aún mantiene a 31 desaparecidos, con pérdidas para el país de 30.000 millones de dólares.

Después de un año, algunas cabañas lucen pintadas de azul, otras conservan el color de la madera; en muchas se yergue la bandera chilena, y en algunas contadas se levantan disimuladamente antenas de televisión por satélite. En las que han plantado flores frente a la casa, el fantasma de la provisionalidad parece haber desaparecido.

El paso siguiente después de instalarse en un campamento ha sido la obtención de subsidios para optar a una vivienda definitiva.

De acuerdo a datos oficiales, cumplido un año de la catástrofe se habían asignado 135.000 subsidios, un 61% del total comprometido que contempla un universo de 220.000 viviendas con daños severos o completamente destruidas. Cincuenta mil viviendas ya estaban en ejecución.

“La reconstrucción está avanzando a paso firme. Hemos logrado en esta materia avances y logros muy significativos”, afirmó el presidente Sebastián Piñera en un reciente encuentro con corresponsales extranjeros.

No obstante, sin agua, compartiendo los servicios básicos y con la proyección de que aún les resta vivir allí entre dos y tres años más, los habitantes de las aldeas consideran que el paso del tiempo ha sido lento.

“Nos pusieron la primera piedra de las casas definitivas hace dos semanas, y todavía no han llegado ni las maquinarias (para empezar a trabajar). De esa primera piedra puede pasar un año, dos años” hasta que lleguen las residencias, afirma Sergio Vásquez, quien vive en otra aldea de Dichato.

La tragedia agregó en todo Chile medio millón más de pobres, que suman el 19,4% de la población total (16 millones).

“Lo peor es para la gente mayor, que ya no tiene fuerzas y no puede ir arrastrando las garrafas” de agua, relata a la AFP Pedro Cisternas mientras llena un recipiente donde reposan los platos del almuerzo.

Su vecina Cecilia Castro se pasa los días yendo y viniendo de los lavaderos comunitarios que construyeron bajo un techo metálico, para enjuagar y enjabonar la ropa a mano. Como están al aire libre, se mojan cuando llueve.

“No pedimos nada del otro mundo, pero sí que la gente viva en su miseria de forma digna”, dice Jimena Toledo.