A las 19:20, hora en que la congestión vehicular colapsa las calles de Santiago y los centros comerciales se rebalsan de compradores a días de la Navidad pandémica, la misión es una: meditar.

La tarea es compleja cuando el calendario marca diciembre en uno de los años más caóticos de los que se tenga registro, y en medio de balances para nada alentadores: según una reciente encuesta de Mandomedio, el 70% de los trabajadores locales “no entiende sus sentimientos ni controla sus emociones” en el marco de la crisis sanitaria. Y no es para menos: entre confinamientos y autocuidados, algunos ya reconocen los síntomas de la “hafefobia”, el miedo irracional al contacto físico que se ha multiplicado a raíz del covid-19.

Con ese pesimista telón de fondo, la propuesta del centro Mindful es casi huxleyana: sesiones unipersonales y personalizadas en la primera cápsula de meditación de Sudamérica, instalada en Las Condes desde inicios de marzo. Un espacio de relajación donde el cliente intenta encontrarse consigo mismo recostado y aislado del mundo, mediante sonidos binaurales, terapias visuales y bloqueo de frecuencias electromagnéticas en sesiones de exactos 20 minutos.

El encuentro con la cápsula está agendado a las 19:30 y las instrucciones son sencillas: ir solo, predispuesto y ser puntual. Desde afuera, el centro parece una oficina de turismo, pero de cerca, la escena interior es futurista.

Al estilo de “El agente 86”, el ingreso es absolutamente digital: sólo se debe introducir un código para abrir la puerta. Y adentro, un video se inicia automáticamente con las indicaciones a seguir, las que se reducen básicamente a abrir la cápsula, ajustarse los audífonos, recostarse y elegir la sesión más adecuada entre las 20 opciones disponibles, las que pueden ser guiadas por una voz en inglés o sonidos ambientales.

“Cuando el oído derecho e izquierdo escuchan sonidos en diferentes frecuencias, el cerebro produce un tercer ritmo. Este ‘ritmo binaural’ es la diferencia de frecuencias entre lo que has escuchado. Esta frecuencia intermedia que produce tu cerebro es completamente inaudible y ayuda a guiar tu mente hacia estados naturales de ondas cerebrales”, explican desde Mindful.

“Las ondas cerebrales producidas por los latidos binaurales son las mismas ondas cerebrales que se experimentan naturalmente durante el día y la noche. Cada uno de los cinco estados de ondas cerebrales (que ofrece el servicio) está asociado con diferentes beneficios curativos”, agregan.

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La sesión escogida esta vez es la estándar. La estructura de la cámara se asemeja a un óvalo blanco, y recuerda a cualquiera de los electrodomésticos que usaban los “Supersónicos”. Adentro, un halo de luz demarca los bordes del reverso de la cápsula, mientras una voz femenina da inicio a la terapia. De inmediato, los oídos retumban en frecuencias dispares. El aislamiento, gracias al perfecto sonido de los audífonos y la disposición de la sala, es absoluto.

Los primeros minutos son de incredulidad: lo que se escucha no es nada tan distinto a esos softwares que a mediados de los 2000 se descargaban ilegalmente con la promesa de replicar, vía ondas auditivas, efectos psicotrópicos. Sin embargo, la percepción cambia a medida que avanzan los minutos. El retumbe del sonido binaural causa efectos inmediatos, y al rato, se traducen en la sensación de desactivación de un remolino interno de desconocida data.

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“Los antiguos egipcios usaban el color para tratar dolencias. Leonardo da Vinci proclamó que se puede multiplicar por diez el poder de la meditación meditando bajo los suaves rayos violetas”, detallan en Mindful. “Los colores crean impulsos eléctricos en nuestro cerebro, que estimulan los procesos hormonales y bioquímicos. Y la ‘terapia del color’ utiliza uno diferente para promover los beneficios físicos y mentales”, agregan.

En la sesión, el tono que se vislumbra es el violeta: “El color de la transformación, que contribuye a la renovación y la comprensión espiritual e estimula la inmunidad”, detallan.

Si las técnicas de mindfulness pueden resumirse a encontrar un estado de conciencia plena y aislar los pensamientos para asimilarlos como tales (y luego aceptarlos), la cámara de meditación se presenta como un estímulo para dicho objetivo, y no como un fin.

Intento pensar eso al minuto 12 de la sesión, y al 13, me pregunto por qué en realidad me siento agotado, como en un “gimnasio mental” (o espiritual), donde mi cerebro suda al ritmo de una trotadora incesante como si estuviera preparándose para las olimpiadas. Estoy concentrado en esa imagen cuando sin previo aviso mi mente cede y desaparezco de plano. No sé si me dormí propiamente tal, pero sí puedo dar fe que desaparecí y regresé sólo al minuto 20, sin rasgos de sueño o siesta, cuando la voz en inglés dio por finalizada la visita.

El “volver” es más difícil de lo que se cree: siento que ese cerebro que antes estaba sobre la trotadora, ahora descansa sentado al borde del gimnasio, fatigado y deshecho, tomando agua apenas e intentando reponerse después de un maratón. ¿Endorfinas no-químicas? ¿Existen esas? Puede ser, y no puedo contener la risa al pensarlo, como cuando los músculos fatigados sedan el cuerpo y generan cosquillas.

No puedo dejar de reír al momento de cerrar la puerta tipo “Agente 86”. Me voy del lugar con esa mueca satisfactoria que sólo causa el agote físico. Y en esa borrachera invisible, continúo trastabillando por alrededor de otros 20 minutos. Camino unas cuadras dilucidando qué ocurrió realmente allí en esa cápsula blanca y futurista escondida detrás de una fachada común de Las Condes. Después de 3 horas, lo comprendo: por un momento, medité.

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