Porque los indecisos no son una falla del sistema ni un ruido estadístico. Son la expresión más sincera de un país que todavía piensa su voto.

En las últimas semanas se ha instalado una idea curiosa entre algunos analistas y encuestadores: que en esta elección ya no quedan indecisos. Que todo estaría más o menos definido y que el margen de incertidumbre es mínimo. Pero basta mirar un poco más allá de las cifras para advertir que lo que está ocurriendo no es una súbita claridad del electorado, sino un fenómeno más sutil —y preocupante—: los indecisos no desaparecieron; los están desapareciendo.

En un contexto de voto obligatorio, donde millones de personas votarán quizás por primera vez o después de años de abstención, resulta poco creíble que todos tengan su decisión tomada. La evidencia comparada muestra exactamente lo contrario: cuando el voto es forzado, crece la duda. Muchos votan sin convicción, con escasa información o simplemente por descarte. Sin embargo, parte de las encuestas chilenas parecen asumir un electorado completamente decidido.

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¿Cómo se explica?

El problema no está en la política, sino en la metodología. Las decisiones de diseño y modelado pueden, consciente o inconscientemente, borrar la duda del radar. Algunos estudios no ofrecen la opción “no sabe/no responde”, o la ubican de forma poco visible, empujando al encuestado a escoger un candidato. En otros casos, el formato (teléfono o entrevista presencial) presiona socialmente al entrevistado a “tener una opinión”, aunque no esté seguro. Así, la indecisión no desaparece: se disfraza de certeza estadística.

A esto se suma un tratamiento posterior aún más delicado: la redistribución de indecisos. Muchas empresas los reparten entre los candidatos o los eliminan del cálculo, transformando la duda en decisión por arte de modelación. Lo que se presenta como una fotografía nítida del electorado puede ser, en realidad, una imagen retocada, sin las sombras ni matices que muestran la verdadera complejidad del voto.

Votantes

Y esa complejidad es enorme. En Chile hoy coexisten dos pares de electores que explican la imprevisibilidad del resultado. Por un lado, los indecisos —que aún no definen su voto— y los volátiles, que cambian de preferencia entre elecciones o incluso durante la campaña.

Los primeros expresan una duda momentánea; los segundos, una inestabilidad estructural derivada del debilitamiento de las identidades políticas y la desafección con los partidos. Ambos grupos son amplios y difíciles de capturar con las herramientas tradicionales de medición.

Por otro lado, están los votantes habituales, quienes han participado de manera constante, y los votantes obligados o nuevos, que se incorporan por la reinstauración del voto obligatorio. Los primeros tienen comportamientos más previsibles, mientras que los segundos representan un territorio inexplorado: despolitizados, con menor información y tendencia a decidir tarde. Son, además, los más subrepresentados en las encuestas.

Panorama de alta incertidumbre

La combinación de estos factores —indecisos, volátiles, nuevos y obligados— conforma un panorama de alta incertidumbre, donde cualquier movimiento en las preferencias durante las dos semanas finales puede redefinir el desenlace. En otras palabras, el escenario sigue abierto de cara al 16 de noviembre, y las encuestas que muestran certezas absolutas probablemente no están midiendo dudas, sino modelándolas.

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Medir bien la indecisión requiere permitirla, protegerla y describirla. Permitirla, ofreciendo una opción explícita a quienes aún no deciden; protegerla, reduciendo la presión social de los métodos de entrevista; y describirla, midiendo la intensidad de la convicción y no solo la preferencia momentánea. Solo así se podrá comprender un electorado que no ha terminado de aprender a votar bajo la nueva regla de la obligatoriedad.

Porque los indecisos no son una falla del sistema ni un ruido estadístico. Son la expresión más sincera de un país que todavía piensa su voto. Y si desaparecen de las encuestas, no será porque los chilenos se volvieron más seguros, sino porque alguien decidió hacerlos desaparecer antes de tiempo.