Los candidatos se interpelan por cuestiones que en verdad nadie entiende; se disputan el voto de Jaime Guzmán, organizan viajes costosos e inútiles para apoyar una candidatura de incierto resultado en la ONU, inventan enfermedades para descalificar al adversario, se enojan y luego se abuenan por conveniencia, se interrogan y contrainterrogan frente a empresarios y cámaras expectantes...Algunos, y no pocos, buscan imitar a los payasos.

Se trata de una expresión coloquial que “se utiliza para referirse a comentarios y habladurías entre personas, a menudo con una connotación de intrascendencia” —nos dice la RAE—. “Comentarios o debates triviales, habladurías o chismes entre dos o más personas” —agrega—.

Recogiendo esta explicación, al observar nuestro entorno, nos damos cuenta de que vivimos entre dimes y diretes. Es más, pensamos que estos ocupan casi completamente la transmisión de una cierta información cada vez desprovista de análisis, profundidad y hasta de léxico adecuado. El vacío reinante, que, en este caso, no es otra cosa que la desinformación acerca de lo esencial, es llenado por la habladuría intrascendente, el coloquio trivial, lo anecdotario. Ello en todos los ámbitos de la vida pública.

Precisaremos entonces de aquello que observamos a través de un ejemplo: Ante la falta de talento y de resultados por parte de nuestros equipos y selecciones de fútbol, omitiendo lo esencial, algunos periodistas se dedican a comentar los entredichos, chismes, peleas, sueldos, rumores acerca de transferencias, cahuines. Basan su relato en “trascendidos”, siempre de primera fuente, emitiendo opiniones de una simpleza aberrante.

Son muchos los aficionados que se creen el cuento y entran también en el juego embustero de los dimes y diretes futboleros. El efecto multiplicador de este proceso es inmenso y termina convenciéndonos con aquellas estupideces; las hacemos nuestras y las propagamos. El rumor crece y termina por convertirse en una verdad dentro de un imaginario colectivo mal informado. Ni que hablar de otros ámbitos más relevantes.

Lo expuesto es intrascendente —podrá decirse—; no daña más de la cuenta. Sin embargo, hay aspectos importantes en la vida pública, donde este proceder es bastante más complejo y corrosivo.

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Cuando los actores y espectadores de la política tienen pocas ideas o escaso razonamiento crítico, cuando no se cuenta con los conocimientos técnicos acerca de lo que se afirma, o cuando los argumentos del diálogo son inexistentes y la trivialidad va apareciendo como supletiva, los dimes y diretes pasan a llenar el vacío que genera la ignorancia. Se afirma todo y su contrario, se inventa lo que nunca ha ocurrido, se desmenuzan situaciones complejas sin siquiera entenderlas, hasta convertirlas en simples anécdotas que pronto pasan al cajón del olvido.

Este peligroso engranaje de generación de opiniones infundadas produce una realidad inexistente. Lo sabemos: las palabras crean realidades.

Del espectáculo y la política

Aunque la analogía podría resultar exagerada, en nuestro país, la alicaída clase política pareciera alcanzar incluso menos resultados que las selecciones de fútbol. La “generación dorada” de jugadores se ha extinguido, como también aquellas que algunas veces conocimos en la política.

Los equipos de diputados, senadores, concejales, presidencia, ministros y altos funcionarios están compitiendo en ligas amateurs de las más malas, esas que se juegan en canchas de tierra y, en invierno, en medio del barro. Nos aburre verlos desde las tribunas; repiten las mismas jugadas, se mueven poco y, cuando están cansados, persisten en mantenerse en la cancha.

Juegan a lo mismo; son egoístas, cometen faltas descalificadoras, dignas de una roja directa. Cuando creen que nadie los ve, hacen trampa. No asisten a los entrenamientos ni respetan las decisiones de los jueces. Pero como les gusta jugar con una pelota que les da réditos, persisten en seguir de titulares. La falta de entrenamiento los hace engordar y no analizan el juego; la estrategia que emplean suele ser errada. Temen a los cambios y, si estos se producen, se enojan.

En resumen: ante la falta de talento y los malos resultados, buscan evitar las pifias de la galería por su mal desempeño. Lo hacen sutilmente, desplazando el análisis de la actuación hacia el plano de los chismes, los rumores, los errores ajenos, la fiesta previa al encuentro, la cantidad de piscolas bebidas en exceso. Todas estas explicaciones pasan a formar parte de un debate que desciende hasta ras del suelo, haciéndose lodo, ese que salpica y ensucia.

El chisme como método

En esta campaña electoral pobretona, aburrida y de poco temple, ¿escuchamos acaso algunas ideas que reflejen principios éticos o proyectos de futuro? ¿Será la realidad tal cual los candidatos la perciben?

Al reflexionar acerca de estas y otras interrogantes, observamos que, de ideas, hay pocas, de principios, aún menos. Algunos programas presidenciales —esos que nadie lee y nadie cumple— se asemejan a ofertas de supermercados caros, en circunstancias en que la plata no alcanza para comprar en la feria.

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El vacío al que hacíamos alusión se va llenando con esos intrascendentes dimes y diretes. Mientras la gente exige imponer orden en calles y fronteras, volver a tomar sol en una plaza pública, detener y juzgar a los narcos y sicarios, reducir las colas en los hospitales, solucionar la insoportable falta de viviendas, volver a educar a decenas de miles de niños que ya no van a la escuela, reducir la informalidad, crear empleos a través del crecimiento, poner al menos un poco de honestidad, seriedad y orden en los asuntos públicos… este “clamor popular” (como se decía antes) —que no es otra cosa que un grito por dignidad— se estrella contra un muro de indolencia que espanta la esperanza de quienes no hacen otra cosa que clamar frente a un Muro de los Lamentos.

Y sucede que los candidatos y sus cohortes de voceros improvisan respuestas a la medida, a menudo de poco fundamento. Lo hacen con frases mediáticas, sin responder a los ciudadanos, sino para entrar directamente en la bajeza de las peleas de corrales, en la trivialidad de lo repetido.

Cámaras y micrófonos las graban, los analistas las comentan y reproducen, deleitándose hasta con una dosis de sadismo. Es el juego recurrente de los dimes y diretes de la política. Los candidatos se interpelan por cuestiones que en verdad nadie entiende; se disputan el voto de Jaime Guzmán, organizan viajes costosos e inútiles para apoyar una candidatura de incierto resultado en la ONU, inventan enfermedades para descalificar al adversario, se enojan y luego se abuenan por conveniencia, se interrogan y contrainterrogan frente a empresarios y cámaras expectantes…Algunos, y no pocos, buscan imitar a los payasos.

Las redes sociales se apoderan de esta infecta mezcolanza de habladurías. La trituran y amplifican, le dan nuevas formas y sentidos, inyectándole interpretaciones, rumores, insultos y calumnias. Es un proceso perverso que lo trastoca todo, convirtiendo lo poco que tenemos en esos chismes triviales en los que estamos sumergidos y que nos inundan y contaminan.

Es entonces un deber sacar la cabeza por encima de ese lodo infecto, para denunciar la bajeza y exigir algo de ideas y razones que nos permitan creer y respirar.