Sin propósito común, la gestión se vuelve defensa; sin mérito, el talento huye; sin liderazgo, la estructura se vacía. El diagnóstico es una organización en riesgo.
Desde mi experiencia de más de una década acompañando a líderes, equipos y organizaciones en procesos de transformación cultural, observo con preocupación cómo el Estado chileno refleja muchas de las fallas estructurales que vengo viendo en distintas instituciones: falta de propósito, desalineación interna, pérdida de talento y desgaste emocional.
Estas no son solo ineficiencias técnicas, sino síntomas profundos de un modelo organizacional que ha quedado obsoleto. A un mes de una nueva elección presidencial, esta es una invitación —y también un emplazamiento a los candidatos— a mirar con seriedad cómo está operando el Estado y qué tipo de liderazgo necesitamos para rediseñarlo. No basta con cambiar nombres; necesitamos cambiar la forma en que nos organizamos para servir.
Chile enfrenta un punto de inflexión. El problema no es solo quién llegue a La Moneda, sino cómo está organizada la estructura que debe sostener al país más allá de un nuevo ciclo político. Un Estado que enferma a su gente, multiplica jefaturas y desincentiva el mérito no puede liderar desarrollo. Hoy el sistema público se parece más a una empresa sin dirección que a una organización con propósito.
El síntoma: más funcionarios, menos sentido
El Consejo para la Transparencia reportó en 2024 un aumento de 9.402 funcionarios públicos en un año: de 832.211 a 841.613 personas. El crecimiento se concentró en la Administración Central, mientras los municipios redujeron personal. El 61% de los trabajadores estatales está “a contrata” y muchos servicios superan el límite legal del 20%.
Un Estado que crece sin rediseñar su estructura termina premiando la permanencia por vínculo político, no por desempeño.
El CEAL-SM 2024 (SUSESO) evidencia la crisis interna: 20.451 centros de trabajo evaluados, 4.189 públicos, 1.016.765 personas encuestadas, equivalentes al 83% del empleo público total, 38,2% de la administración pública en riesgo psicosocial no óptimo.
Dimensiones críticas
Carga de trabajo 22,9%, exigencias emocionales 20,6%, equilibrio vida-trabajo 13,3%.
Más de 357 mil personas declararon haber sufrido violencia o acoso en el último año.
El Estado funciona con sobrecarga, desconfianza y desgaste.
Sin propósito común, la gestión se vuelve defensa; sin mérito, el talento huye; sin liderazgo, la estructura se vacía. El diagnóstico es una organización en riesgo.
La crisis política como espejo
A esto se suma una crisis de representatividad sin precedentes. Chile cuenta hoy con 22 partidos legalmente constituidos y más de 10 en formación, un récord histórico. Cada reforma se negocia entre micro-bloques que fragmentan cualquier visión de país.
El resultado es un sistema que gasta energía en sostener equilibrios internos antes que resultados colectivos. La política perdió su rol articulador y el Estado, su capacidad de ejecución.
Esta dispersión también explica la fuga de talento público: profesionales capaces eligen salir porque avanzar requiere padrinazgos, favores o alineamiento partidario. Se castiga la competencia técnica y se premia la lealtad coyuntural.
Esa es la antesala del riesgo psicosocial que el CEAL-SM mide: frustración, desmotivación y cinismo organizacional.
El problema organizacional de fondo
El Estado atraviesa una crisis profunda de propósito y dirección. Cada nuevo gobierno que asume el poder tiende a reiniciar el relato institucional, desechando lo construido por su antecesor. Esta falta de continuidad estratégica impide consolidar políticas a largo plazo y debilita la capacidad del Estado para generar transformaciones sostenidas.
A esto se suma una creciente erosión de la meritocracia. Las designaciones basadas en criterios políticos, más que en capacidades técnicas o trayectoria, deterioran la equidad interna y generan un clima de desmotivación entre quienes sostienen el funcionamiento cotidiano del aparato estatal.
La ausencia de una identidad institucional clara también afecta al corazón del servicio público. Sin una cultura compartida que trascienda gestiones y estructuras, se diluye el sentido de pertenencia y el orgullo de trabajar al servicio de la ciudadanía.
En este contexto, la colaboración se vuelve frágil. La fragmentación política, sumada a la complejidad administrativa, obstaculiza la articulación entre áreas y niveles de gobierno, lo que impide alcanzar consensos duraderos y soluciones integrales.
Como consecuencia, el talento se fuga. Las personas con vocación y capacidad para liderar cambios se ven empujadas hacia otros ámbitos debido a la desconfianza, la inercia y la lentitud del sistema. Así, el Estado pierde su capacidad de renovarse desde adentro.
El resultado es un aparato estatal sin liderazgo estable, con equipos sobrecargados, estructuras rígidas y una ciudadanía cada vez más desencantada. Recuperar la confianza en el Estado exige repensar sus fundamentos y reconstruir una institucionalidad que priorice la continuidad, la equidad, la identidad común y la colaboración efectiva.
Lo primero es establecer un propósito país que trascienda los ciclos políticos y los colores partidarios. Un propósito que no cambie cada cuatro años, sino que se conecte con lo que ya forma parte del ADN chileno: esa capacidad de unión que surge cuando nos moviliza algo auténtico, como lo demuestra año tras año la Teletón. Esa energía colectiva —genuina, solidaria y transversal— debe transformarse en estructura institucional. Un Estado que sirva, colabore y cree valor público desde la empatía y la eficiencia.
En segundo lugar, es fundamental recuperar la meritocracia. Para ello, se requiere reducir los cargos de designación discrecional y avanzar decididamente hacia concursos públicos más profesionales y transparentes. La confianza en el sistema no se construye con favores ni redes de poder, sino con reglas claras, justas y estables para todos.
También es urgente instalar una cultura estatal medible. Esto implica definir y aplicar un estándar único de integridad, liderazgo y servicio a la ciudadanía, que atraviese todos los niveles de la administración pública. No se trata solo de valores declarativos, sino de prácticas concretas que puedan observarse, evaluarse y mejorarse.
Fortalecer la colaboración es otro eje esencial. Para ello, se necesita una reforma administrativa que premie los acuerdos reales y la transparencia efectiva. Los resultados deben medirse por su contribución al propósito común, no por la capacidad retórica de quienes los presentan. El foco debe estar en lo que se logra, no en lo que se promete.
Por último, se debe transparentar el bienestar laboral dentro del Estado. Publicar los resultados de las mediciones de clima organizacional —como la encuesta CEAL— por servicio, y establecer planes de mejora visibles y exigibles, es una señal mínima de responsabilidad. Ningún líder debiera estar ajeno al estado emocional de su equipo. Un Estado que cuida a quienes lo componen será más capaz de cuidar a su ciudadanía.
Todo esto para construir un Estado que inspire en lugar de agotar. Para que la política vuelva a liderar en vez de fragmentar. Para que el mérito, el servicio público y el compromiso ciudadano vuelvan a ser aspiraciones legítimas, y no sacrificios personales.
Gobernar no es simplemente administrar cargos. Es diseñar sistemas que funcionen incluso cuando el líder no está. Porque solo un propósito que supere las divisiones partidarias —ese impulso solidario y colaborativo que emerge cuando Chile se reconoce en su mejor versión— será capaz de reconstruir la confianza perdida.
Cuando el Estado logre encarnar ese propósito común, podremos dejar atrás la política del parche, la fatiga institucional y la sensación constante de estar comenzando desde cero. Y entonces sí, podremos hablar de un país que funciona no porque alguien lo impone, sino porque su gente, sus instituciones y sus valores funcionan juntos.
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