En 1983, las cosas hervían en Chile.

Tras la debacle económica del año anterior y que elevó el desempleo a 23,7%, se gatillaron una serie de protestas en contra de la dictadura, cuyo foco fue girando gradualmente a exigir la salida de Augusto Pinochet.

Presionado, el gobernante de facto decidió hacer cambios en su gabinete y dejar que este fuera liderado por Sergio Onofre Jarpa, exdirigente del Partido Nacional, como ministro del Interior, y quien tendría como labor lograr una apertura política tutelada.

Conocido como un duro pero hábil articulador, Onofre Jarpa logró que la dictadura permitiera el funcionamiento de los movimientos políticos, se levantara parcialmente la censura de prensa, se permitiera el retorno de varios personeros en el exilio y que agrupaciones como colegios profesionales o federaciones de estudiantes pudieran elegir directamente a sus representantes.

Pero este proceso, conocido como “la primavera de Jarpa” no duró mucho. La intransigencia de Pinochet a modificar su Constitución y el aumento de las protestas en su contra, derivó en violentas jornadas de represión, siendo una de las más sangrientas las del 11 y 12 de agosto de 1983, que terminaron con 29 personas asesinadas y más de 200 heridos, muchas de ellas a tiros desde vehículos policiales.

Pese al impacto internacional por la matanza, Sergio Onofre Jarpa no se pronunció al respecto, centrándose en salvar los progresos políticos que había logrado

Así cubrió en ese entonces el diario El País de España:

Saldo de 26 muertos en la represión indiscriminada de la cuarta jornada de protesta en Chile

Helen Hughes | BBC
Helen Hughes | BBC

Mientras asciende a un mínimo de 24 el número de muertos entre el jueves y el viernes pasados (todos civiles), otras dos personas fueron asesinadas en la tarde del viernes en la periferia de Santiago de Chile: una muchacha de 14 años que fue abatida de dos tiros en la espalda y un joven de 28 años que resultó alcanzado por disparos efectuados desde un autobús de los carabineros.

Los heridos de bala superan el centenar, aunque el Gobierno chileno sólo da cuenta oficialmente de 53, y hay un millar de detenidos en todo el país.

La resaca del jueves ha continuado durante las últimas 48 horas en las poblaciones próximas a Santiago de Chile así como en la misma capital. Barricadas de fuego habían cortado durante horas los accesos a las barriadas del sector sur de la ciudad, mientras sus moradores se enfrentaban sin más armas que las piedras con los carabineros.

Pasadas las 23 horas se hizo intervenir nuevamente al Ejército para restablecer el orden, con el saldo antedicho de dos nuevas muertes. El clima moral de Santiago es de desolación y estupor ante lo indiscriminado de la represión.

Ni siquiera el Gobierno se ha sentido con fuerzas para cumplir las amenazas del general Augusto Pinochet que anunciaba la detención de los firmantes de la convocatoria de protesta.

Insólitamente, el comandante en jefe de la Fuerza Aérea y miembro de la Junta Militar de Gobierno, general Fernando Matthei, se ha apresurado a declarar que sus tropas no dispararon un solo tiro en la noche del jueves, en el sector de la capital, Santiago, que les correspondía patrullar, mientras que en el resto de la ciudad era el Ejército de Tierra quien lo hacía. El intento de desmarcarse se considera particularmente significativo.

La alianza democrática chilena valora muy positivamente la fisura que se ha producido en el monolitismo militar

Santiago quedó dividida en cinco zonas, en un operativo militar diseñado personalmente por Pinochet, quien llegó a desatender durante días la crisis de su Gabinete de la pasada semana para ocuparse del control de la capital, a tenor de la experiencia de las tres jornadas de protesta anteriores. Cuatro zonas de Santiago quedaron a cargo de cuatro generales del Ejército de Tierra y una al mando de un general de la Fuerza Aérea.

Matthei supervisó personalmente su zona en helicóptero y a pie. “Ni fuimos atacados por nadie, ni disparamos un solo tiro a nadie”, acaba de declarar, exonerando a la aviación de los despropósitos cometidos por el Arma de Tierra.

Fuentes de la recién creada Alianza Democrática (una multipartidaria sin comunistas) valoran muy positivamente esta fisura en el monolitismo militar.

Se estima que Pinochet intentó el jueves involucrar nuevamente al Ejército en la represión, y la estrategia de los partidos opositores pasaría ahora por convencer a los militares de que no se pueden prestar al tremendo desgaste de ocupar Santiago una vez al mes y proceder a una matanza periódica de civiles.

La Fuerza Aérea parece haberlo comprendido ya sin necesidad de mayores estímulos. Y el jefe de la aviación ha ido en sus declaraciones un punto más allá, estimando que “es tiempo de que en Chile vuelva a haber un debate político. Es tiempo que en Chile vuelvan a brotar todos los argumentos en favor y en contra de nuevas soluciones y que el Gobierno las conozca y todos los chilenos puedan participar en el debate. Los sectores genuinamente democráticos, aunque no participen de las ideas de este Gobierno, van a encontrar muy pronto la forma de expresarse como partidos políticos organizados y legales”.

Matthei, en su conferencia de prensa, puso énfasis en declarar que el plazo hasta 1989 que fija la constitución pinochetista para el restablecimiento de la normalidad democrática, es un plazo “máximo” que puede ser acortado.

A seis años vista, las jornadas mensuales de protesta han descalabrado profundamente sus esperanzas de permanencia en el poder. Cualquier escolar chileno sabe de la renuncia del general-dictador Ibáñez en 1929, tras la muerte del estudiante de medicina Jaime Pinto, en una manifestación callejera; en la mente de todos está el recuerdo de la renuncia, el exilio y la muerte en el Perú del general-presidente Bernardo O’Higgins, padre de la patria, a quien la burguesía chilena recusó por su autoritarismo.

Un liberal débil y entreguista

Kena Lorenzini | BBC
Kena Lorenzini | BBC

Pinochet, en materia de autoritarismo, ha convertido la figura de O’Higgins en la de un liberal débil y entreguista y, sólo en los últimos cuatro meses, su represión ha originado la muerte de 30 civiles, entre ellos varios niños. En Chile todas las revoluciones se han hecho en nombre de la Constitución y de las libertades republicanas, incluso la de 1973. Y pese a la barbarie de aquella represión, los militares chilenos aún no han interiorizado la teoría del enemigo interior.

Versiones solventes, pero imposibles de verificar, han asegurado a este enviado especial que el general Matthei, antes de su conferencia de prensa, conversó con Pinochet y le notificó que su fuerza no volvería a intervenir en la ocupación de Santiago en futuras jornadas de protesta.

Sergio Infiernillo Onofre Jarpa (los chilenos hacen un juego de palabras entre Onofre y anafre, que para ellos es sinónimo de cocina portátil), nuevo ministro del Interior y primer ministro de hecho, no ha abierto la boca desde el jueves. Su cargo y su figura exigen una explicación.

El ministro del Interior en Chile es el encargado teóricamente del desarrollo político y no tiene el mando de las fuerzas represoras, dependientes de los comandos militares o del propio presidente. Pinochet ha terminado designando a Infiernillo Onofre como piloto del desarrollo político -de ahí su calidad de premier de hecho- para intentar situarse por encima del bien y del mal, como si fuera la reina de Inglaterra.

Pero Onofre, nacionalista aquí reputado de nazi, brillante, ambicioso, enérgico, aspira a pasar a la historia chilena como el hombre de la transición. Quienes lo conocen estiman que no dudaría en sacrificar al propio Pinochet. Es todo lo contrario de un Carrero o un Carlos Arias. También es todo lo contrario de un Adolfo Suárez. Se aproximaría a una mixtura de Blas Piñar y Fraga. “Va a ser un espectáculo apasionante”, te comentan en Santiago: “Dos gorilas machos encerrados en la misma jaula. Alguno despedazará al otro”.

Por el momento, Onofre calla y prepara respuestas políticas para detener la imparable jornada de protesta del 11 de septiembre, décimo aniversario del régimen. Pero no hay moral ni ganas, ni siquiera entre la extrema derecha del régimen, para un desfile, una manifestación patriótica, nada de nada. Volver a ocupar Santiago con un toque de queda militar de 11 horas no parece lo más adecuado para celebrar este fasto político. Ya sólo cabe el pacto con la oposición. Pero, tras las muertes de jueves y del viernes, la cabeza del general Pinochet es prenda innegociable para la oposición.

Finalmente, la Iglesia, de influencia decisiva en este país, ha hecho oír su voz en un documento El Nuevo Llamado, en el que se pide el cese de la violencia de cualquier lado que venga, “el cese de las amenazas, las intransigencias y las represiones desmedidas”.

Esta es la voz de la Iglesia en un país donde, probablemente como en ningún otro, tiene prestigio moral y político. Tras este documento y la suave defección del general Matthei tras la reciente matanza de Santiago, la permanencia del general Pinochet en el palacio de La Moneda comienza a ser un misterio inextricable. Sólo el miedo al vacío de poder y la desesperación política de una sociedad arruinada apuntalan a este general rencoroso que jamás mira de frente.