Cuando era niña, el Festival de Viña era un suceso. Recuerdo muchas veces de habernos juntado con la familia sólo a ver a los artistas que venían “de lejos”, a presentarse sobre la Quinta cantando en otros idiomas.

En las noticias no había más pauta aparte de las cosas que pasaban en la ciudad jardín. Prácticamente, todos los sucesos quedaban remitidos a algunos breves policiales o lo genial que era Santiago sin mucha gente.

También recuerdo que el Festival de Viña era la única oportunidad que tenían los chilenos para poder ver en vivo a sus artistas internacionales preferidos. Chile no era un mercado rentable para el negocio de los conciertos, pero sí era bueno venir a presentarse a la “quinta”.

Fueron muchos los grupos y solistas que llegaron en su mejor momento a hacer su show en un escenario que era una ventana -no sólo a Chile-, sino que a toda Latinoamérica, y que transformaron esta instancia en un espectáculo de primer nivel.

Sin embargo, con el tiempo, el Festival de Viña ha perdido -casi totalmente- esta categoría.

Para qué estamos con cosas, la organización hace tiempo que no innova. Desde 2006 que no hay un festival tan bueno. Y digamos “bueno”, porque nada se comparará a la constelación de estrellas que se dejaron caer por Chile en la década de los 80′s.

Pero algo que es realmente inexplicable es que, si bien ha caído la calidad del Festival (artistas repetidos hasta 4 ó 5 veces, grupos que no están en su momento o van en decadencia y presentaciones “comodín”), los precios de las entradas han aumentado de manera exponencial.

Un ejemplo: el 2006 la entrada a galería costaba 6 mil pesos, y este 2013 costará $20 mil. ¿Festival para la gente?

Pero esto se debe quizás a que, los “platos fuertes” (muy entre comillas, porque generalmente son un plato de repetición), suelen cobrar muy caro. ¿Cómo es posible que a Luis Miguel le hayan pagado un millón de dólares por una presentación que -fuera de las imperdonables fallas de audio-, no haya tenido nada nuevo y ni siquiera pudiera ser vista por internet?

Lo que no se puede negar es que cada año viene un artista muy esperado a salvar la parrilla (generalmente por un público determinado que repleta la Quinta). El año pasado fue Morrissey, el 2011 Sting y Calle 13, el 2010 Los Fabulosos Cadillacs (y quizás los reggaetoneros),el 2009 Simply Red y así. Este año, Elton John se lleva el título sólo porque es un clásico. Y si la organización hubiera querido volver a repuntar la calidad, no habría apostado por una banda teenager en descenso como los Jonas Brothers, sino que por una que está en la cúspide, como One Direction.

Ya lo dijeron los twitteros en septiembre: fuera de todas las bromas la mayoría se inclinó por artistas que sí tienen éxito hoy, se mantienen on tour o están permanentemente presentando material nuevo. Eso hace tiempo que no se ve en Viña.

Si quiere volver a ser lo que era, los organizadores tendrán que actualizarse (o rejuvenecerse) y ponerse con los millones que sean necesarios. O sea, si tuvieron para pagarle un millón de dólares a Luis Miguel, con ese mismo dinero se podría fácilmente traer a dos artistas mejores que él. O quizás tres o cuatro. Así los exorbitantes precios de las entradas se justificarían.