El nombre de Mauro Prosperi debería ser sinónimo de buena suerte. Este italiano, expentatleta olímpico, sobrevivió a una odisea imposible: se perdió por nueve días en el Desierto del Sahara, uno de los más grandes del mundo.
En 1994, Prosperi participó del Maratón des Sables (Maratón de las Arenas), una carrera de ultradistancia que se extiende por 250 kilómetros. Para tener en consideración, la extensión del Sahara llega a unos 8.600.000 kilómetros cuadrados, cruzando 12 países africanos.
A propósito, Mauro, en su aventura, sufrió los efectos de una tormenta de arena que lo alejó de sus compañeros de ruta. De ahí en más, el atleta deambuló por dunas y una temperatura de 45°C, logrando eludir la muerte de las formas más angustiantes e insólitas que puede vivir un ser humano.
El viaje extremo de Mauro Prosperi
Mauro desde joven fue un deportista consumado. Pero a veces, ese derroche de energía y optimismo que tenía por sus capacidades atléticas lo impulsaban a ponerse a prueba. Es justo esta motivación que le permitió competir en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles en 1984, en la disciplina del pentatlón moderno.
Al pasar los años, esta ansiedad, lejos de apaciguarse, le exigía incrementar el nivel de dificultad, hasta que un día, un amigo lo invitó al Maratón des Sables. Según el italiano, la carrera era tan impredecible que había que firmar un formulario que “especifique dónde quieren que entierren tu cuerpo en caso de muerte”, expuso Prosperi a la BBC.
Prosperi había estado entrenando a conciencia, corriendo cerca de 40 kilómetros al día, consignó el medio electrónico Runner’s World.
En ese sentido, para él, correr 85 kilómetros en un lapso de entre 10 y 36 horas, era lo que necesitaba. Sin embargo, al cuarto día de competencia, le sobrevino lo peor.
Así lo relató Prosperi para la BBC de Londres, “cuando partimos esa mañana ya había un poco de viento. Tras pasar cuatro puestos de control, entré a una zona de dunas de arena. Estaba solo. Las liebres -los competidores que marcan el ritmo- ya se habían adelantado”, afirmó el atleta de alto rendimiento.
“De repente comenzó una tormenta de arena muy violenta. El viento arrecia con una furia aterradora. Fui tragado por una pared de arena amarilla. Estaba ciego, no podía ni respirar. Sentía los latigazos de arena en el rostro como si fueran agujas”, expuso.
La caminata por el desierto
En pocas palabras, Mauro Prosperi, nunca esperó que la tormenta durara ocho horas. Después que la racha de viento atenuara, el italiano, en un afán práctico, decidió intentar terminar la carrera en la mañana.
No obstante, después de dormir en las dunas, el árido paisaje se había transformado por completo. El deportista no tenía ningún punto de referencia. Estaba a merced de la naturaleza. Con 39 años, Mauro Prosperi, sintió la muerte de cerca, aunque el tener un cuchillo, una brújula, un saco de dormir y comida deshidrata le permitieron tener fe en que sería rescatado por la organización de la maratón.
Perdido y en absoluta soledad, el atleta italiano caminó por las dunas en condiciones climáticas extremas. Desesperado, Mauro encontró una especie de edificación llamada morabito que le otorgaba sombra, aunque pudo guarecerse, el italiano le dejó una nota escrita con un pedazo de carbón a su esposa Cinzia Pagliara.
“Mientras estuve allí arriba, con la esperanza de que alguien que me estuviese buscando pudiera verme, vi algunos murciélagos, apiñados en la torre. Me decidí a beber su sangre. Entonces agarré un puñado de murciélagos, les corté la cabeza y aplasté su interior con un cuchillo. Luego chupé. Me comí al menos 20 de ellos, crudos. Solo les hice lo que ellos le hacen a sus presas”, describió Mauro para la BBC.
Por otra parte, además de alimentarse de murciélagos, también comió serpientes, ratones y lagartos mientras estuvo perdido.
La última esperanza
Al estar perdido, Mauro experimentó la desazón absoluta, pero el instinto de querer ver a su familia y a sus tres hijos pequeños, lo impulsó a encontrar un camino. Aunque, ciertamente, al estar en una situación límite, tuvo que beber el jugo de cactus y suculentas para no desfallecer.
En una entrevista concedida a The Guardian, el deportista explicó que en aquel momento aplicó un lema que le sirvió en su hora más oscura. “En el desierto, aprendí que es muy importante mirar a tu alrededor, ver qué está pasando, reconocer a quién tienes a tu lado”, dijo al matutino británico.
De esta manera, Mauro deambuló por las dunas y bajo un inclemente sol, hasta que encontró un oasis, en que pudo reponer energía bebiendo lentamente agua por unas siete horas.
Hasta que, de improviso, divisó una huella, lo que significaba que la civilización estaba cerca. Y estaba en lo cierto, una niña que pastoreaba cabras lo vio y dio aviso al campamento perteneciente al pueblo nómade de los Tuareg. Luego la comunidad avisó a la policía que encontraron a un hombre desconocido.
Sin embargo, lejos de celebrar que había sido rescatado luego de nueve días, los agentes pensaron que era un espía. Incluso, Mauro reflexionó que podía morir en el cuartel, hasta que les llegó el aviso de un hombre extraviado, era él.
Pronto, el italiano se enteró de que había llegado a Argelia, desviándose cerca de 291 kilómetros de Marruecos, país donde empezó su travesía.
En una conversación con el diario La Nación de Argentina, Mauro explicó cómo logró sobrevivir y contar lo que le ocurrió. “Logré interpretar el desierto, comprenderlo, amarlo, escucharlo, vivirlo y no dejarme vencer por el pánico, por los miedos, por la posibilidad de morir. Y tal vez también porque no había llegado mi momento. El desierto, ‘mi desierto’, me hizo entender cómo la vida es lo más importante del mundo, es la creadora de todo junto con la naturaleza. Ellas dos forman un binomio que para mí lo es todo, sin ellas nada tendría sentido. Esta experiencia no hizo más que amplificar algunas de mis certezas: que lo imposible no existe y que la vida es más fuerte que la muerte y si se usan la cabeza y el corazón, nada ni nadie podrá detenernos jamás”, afirmó Mauro, quien después de evadir a la muerte, volvió varias veces al Maratón des Sables.
Según contó Mauro, el desierto lo llama y que él solamente elige “abrazarlo”.