Y su voz de profe, frágil e implacable, contrasta con esta época, donde la palabra se ha vaciado entre la inconsecuencia, la impostura y la fábrica de bots que manipulan la opinión pública.

A Gabriela Mistral la han querido convertir en estampilla, en prócer dócil, en billete, en universidad… pero cada cierto tiempo, cuando el continente vuelve a crujir —ya sea por la desigualdad o la violencia—, reaparece una Mistral más real: la incómoda, la mujer que habló desde un borde social y emocional que Chile aún no asume.

Mistral fue una grieta intelectual y ética, provenía de una tierra reseca, de la sala de clases rural sin agua ni electricidad. Su palabra es incómoda, porque habla desde un origen que la metrópolis ha olvidado, desde una conciencia de clase que no se presta al coqueteo con élite alguna.

Esa terquedad de origen es su primera forma de integridad. La segunda forma es el oficio, no el literario exactamente, sino el docente.

Para Mistral, el maestro —la maestra— era un obrero de la palabra que carga sacos de sentido y criticidad para entregárselos al pueblo con la esperanza —y cautela— de que ese pueblo se sostenga por sí mismo.

Mistral creía que América Latina se preservaría con alfabetización y dignidad. No aceptó la separación entre ética y trabajo, entre justicia social y estética, entre poesía y pedagogía.

Claro que hay quienes la han querido leer más como un ser espiritual, preocupado de la infancia y la maternidad. Eso es cierto, pero es solo una capa de la montaña, debajo está la Mistral tectónica que veía con lucidez la desigualdad, la explotación y la dependencia cultural.

Creía de manera furiosa en América, no como museo de lo indígena ni una copia triste de Europa o Estados Unidos, sino como tierra viva, pluricultural, orgullosa, trabajadora, capaz de inventarse a sí misma.

Quizás por eso Mistral no envejece, porque habló de lo que aún no hemos resuelto: la educación como productora de la voz colectiva; el mestizaje como identidad incompleta, pero poderosa; la necesidad urgente de mirarnos orgullosos.

Esta maestra de pueblo —poseedora de un intelecto incomparable y de un linaje indígena y campesino que cargó como escudo y brújula— nos enseña todavía una ética sin matices, una lealtad sin cálculo, una perspectiva que no busque siempre el sol.

Y su voz de profe, frágil e implacable, contrasta con esta época, donde la palabra se ha vaciado entre la inconsecuencia, la impostura y la fábrica de bots que manipulan la opinión pública.

Han pasado ochenta años desde que Gabriela recibió el Nobel y aún cuesta asumirlo en toda su magnitud. Porque junto con ser la primera latinoamericana —y latinoamericano— en lograrlo, fue la primera profesora del continente en ser reconocida como una de las grandes voces de la humanidad.

Una visionaria que pidió integridad antes que modernidad y educación antes que progreso. Una profe que convirtió la pedagogía en una ética continental y la pobreza en un lugar completamente legítimo de pensamiento.

Nibaldo Cáceres
Académico e investigador Instituto de Educación y Lenguaje
Universidad de Las Américas

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