Esta intentona de amarre es grave. Es grave para los intereses genuinos del Estado y, por sobre todo, es grave para los chilenos.
El presidente Gabriel Boric y sus ministros tuvieron la oportunidad de cerrar su gobierno con un mínimo de dignidad política e institucional, luego de la aplastante derrota de la candidata de su continuidad, Jeannette Jara.
La ciudadanía fue clara y categórica. Sin embargo, y tal como ha sido la tónica de este mandato, el oficialismo optó por un camino distinto: estirar el poder hasta el último centímetro, sin pudor y sin comprensión del daño que ello provoca al Estado.
En lugar de facilitar una transición ordenada, este gobierno ha decidido jugar sus últimas cartas instalando su ya conocido “protocolo de amarre”.
Un verdadero gustito ideológico que, de manera insólita, se pretende incorporar en la ley de reajuste del sector público, desnaturalizando completamente su objetivo y utilizándola como una herramienta para poner piedras en la pista de aterrizaje del gobierno democráticamente electo que encabezará José Antonio Kast.
Durante los últimos días hemos escuchado —con una liviandad pasmosa— a los ministros del comité político hacer llamados a la calma, repitiendo que el 11 de marzo todos los funcionarios de confianza van a renunciar. El problema es que esas declaraciones no resisten el más mínimo contraste con la experiencia real de quienes conocemos la administración pública desde dentro.
Existe una mala práctica al interior del Estado que, para algunos —entre quienes me incluyo— roza derechamente la falta de dignidad. Se trata de funcionarios políticos que llegaron con un gobierno, saben que su ciclo terminó, pero se niegan a dejar el cargo.
¿El objetivo? Esperar la desvinculación formal por parte de la nueva autoridad para luego recurrir a la Contraloría General de la República y aguardar un pronunciamiento que, en muchos casos, termina ordenando la reincorporación y, por si fuera poco, el pago de las remuneraciones correspondientes al tiempo en que el funcionario dejó de prestar servicios. El presidente Gabriel Boric y sus ministros saben perfectamente de lo que estoy hablando.
El criterio que el gobierno intenta institucionalizar de manera tan desvergonzada ya fue resuelto con total claridad por la Corte Suprema de Chile. En 2023, el máximo tribunal del país estableció que, en el caso de los funcionarios a contrata, el principio de confianza legítima opera recién después de cinco años. Insistir en forzar una interpretación distinta no solo es jurídicamente improcedente, sino políticamente irresponsable.
Esta intentona de amarre es grave. Es grave para los intereses genuinos del Estado y, por sobre todo, es grave para los chilenos. No es casualidad que voces técnicas como los economistas David Bravo y Vittorio Corbo hayan advertido públicamente sobre las consecuencias de avanzar hacia la inamovilidad de los funcionarios públicos. Convertir el empleo estatal en un espacio blindado, ajeno a la evaluación, a la gestión y a los resultados, es exactamente el camino contrario al que necesita el país.
Con todo, al margen del accionar poco elegante del gobierno saliente, la discusión de fondo que Chile debe dar va justamente en la dirección opuesta. Más que una mayor “estabilidad” laboral impuesta por la vía forzosa, el proceso de modernización y eficiencia que —más temprano que tarde— debe vivir el Estado, exige una revisión profunda del Estatuto Administrativo.
No se trata de retoques menores ni de ajustes sutiles al articulado, sino de una transformación sustantiva de la labor pública.
El objetivo debe ser claro: contar con funcionarios públicos eficientes, con metas reales, evaluaciones exigentes y responsabilidades concretas, de modo que el resultado final se refleje en un mejor servicio y una mejor atención para la ciudadanía. Todo lo demás es simplemente aferrarse al poder cuando ya se perdió. Y eso, en política y en la vida pública, tiene un nombre claro: una retirada indigna.
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