Es evidente que la instalación de estos relatos desinformados y, en muchos casos, falsos sólo le es útil a un puñado de negocios y no a la inmensa mayoría.

En el clímax del actual periodo electoral, resulta tan triste como alarmante ver a una serie de políticos y líderes de opinión tomando las banderas de algunos sectores productivos, en desmedro de los derechos de los propios ciudadanos.

Lo hemos visto cuando se pasan por alto las insalubres condiciones que afectan a miles de personas que habitan en zonas de sacrificio en el país, y lo vemos también cuando niegan la existencia de una crisis climática, pese a que cientos de personas han sido víctimas de sus efectos.

Pero esta realidad parece verse aumentada contra las comunidades indígenas: miles de personas enfrentan en nuestro país la desidia y la negligencia del Estado, encendiendo todas las alarmas relativas al respeto de sus derechos humanos. Un ejemplo evidente de este problema es la retórica que se ha instalado en el país respecto de la Ley 20.249, más conocida como Ley Lafkenche.

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Desde su promulgación en 2008, esta normativa se ha erigido como una herramienta fundamental para la defensa y resguardo de los derechos de los pueblos indígenas, reconociendo y protegiendo sus derechos consuetudinarios sobre el borde costero, y asegurando que sus prácticas tradicionales vinculadas al mar -como la pesca artesanal, la recolección de mariscos y algas y la navegación- puedan mantenerse y transmitirse a futuras generaciones.

Por eso, la Ley Lafkenche se posicionó como una regulación pionera a nivel mundial, y ha sido destacada a nivel internacional -junto a leyes neozelandesas y canadienses, por nombrar algunas- como un ejemplo de buena práctica en materia de derechos humanos y de conservación ambiental.

Sin embargo, poco o nada se habla de esto en nuestro país; en cambio, priman discursos llenos de desinformación o mentiras que no sólo llaman a perfeccionar este cuerpo legal, sino lisa y llanamente su eliminación. El mismo ex presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle llamó hace unos meses a “matar la ley Lafkenche”, acusándola de estar “matando” a la industria salmonera, un sector que sólo en 2024 logró exportaciones por $6.371 millones de dólares, posicionándolo como el segundo mayor exportador del país (después del cobre).

La instalación de estos relatos no es casual, ni mucho menos inocua: esta verdadera campaña del terror contra esta regulación ya ha intentado generar cambios en el Congreso, tanto desde la Ley de Presupuestos del año pasado, como con un proyecto de ley en el presente que introduce cambios que debilitan la normativa, limitando la autonomía de las comunidades y subordinando sus territorios a intereses económicos, y todo sin siquiera plantear una consulta indígena previa como es debido.

Pero una vez más se comprueba que la máxima “miente, miente que algo queda” -atribuida al nazi Goebbels- funciona: la ley pionera en el mundo hoy parece un cáncer con el que ningún candidato a la presidencia parece querer asociarse. Mientras algunas candidaturas aseguran que es “una herramienta de chantaje político”, otros van incluso más allá y proponen que “todas las leyes indigenistas debieran ser derogadas”.

Es tiempo de ser serios y hacer política (o promoverla) desde un análisis que se ajuste a los hechos y buscando el bien común. Es evidente que la instalación de estos relatos desinformados y, en muchos casos, falsos sólo le es útil a un puñado de negocios y no a la inmensa mayoría. Llegó el momento de preguntarse a qué intereses responden y a quiénes sirven los políticos, los candidatos e, incluso, los expresidentes.