Revertir esta situación exige una estrategia clara. Actualizar los incentivos económicos, incorporar al bosque nativo manejado en los mercados de bonos de carbono y, sobre todo, construir una nueva relación entre el Estado y los propietarios forestales.
Chile posee cerca de 15 millones de hectáreas de bosque nativo. Aproximadamente un tercio cumple una función primordial de protección de suelos frágiles y pendientes abruptas; otro tercio se encuentra bajo resguardo en parques y reservas; y el tercio restante es perfectamente susceptible de ser manejado de manera responsable y sustentable. Es justamente allí donde se juega el futuro del bosque nativo y, paradójicamente, donde menos ocurre.
La falta de manejo no es neutra. Un bosque degradado, empobrecido en especies valiosas y sin intervención silvícola pierde valor ecológico y económico. Cuando el bosque no entrega beneficios a sus propietarios —muchos de ellos pequeños— se vuelve invisible, irrelevante y, finalmente, prescindible.
La historia rural de Chile muestra con claridad las consecuencias de ese desinterés: sobrepastoreo, incendios, sustitución y erosión de suelos. El proteccionismo absoluto, lejos de salvar al bosque, puede terminar empujándolo a su desaparición.
¿Por qué, entonces, se maneja tan poco el bosque nativo? Hay razones estructurales evidentes. La primera es económica: las bonificaciones actuales son insuficientes y no cubren una fracción significativa de los costos reales de recuperación, cuyos retornos se miden en décadas.
La segunda es institucional y cultural: una autoridad forestal —Conaf, hoy en transición a Sernafor— que se ha instalado con comodidad en un rol meramente fiscalizador, distante y poco empático, antes que en el de colaborador técnico activo del manejo sustentable del bosque nativo. Sin incentivos adecuados y sin un Estado que acompañe, es ilusorio esperar que los propietarios asuman solos un esfuerzo de largo plazo.
Resulta además llamativo —y criticable— que ni las grandes empresas forestales ni el propio Estado, a través de Conaf y las reservas y parques bajo su administración, aporten con mayor decisión al manejo demostrativo de algunas de las decenas de situaciones de bosques nativos de norte a sur y de mar a cordillera.
La ingeniería forestal nació precisamente para sacar a los bosques de la degradación, acelerando su dinámica natural y recuperando especies valiosas. Parcelas demostrativas, alianzas entre empresas, universidades y la autoridad, y la recopilación de experiencias reales de muchos propietarios podrían contribuir más que muchos discursos a cambiar percepciones y generar confianza.
Un aspecto adicional, sistemáticamente omitido en el debate público, es el rol del bosque nativo manejado en la mitigación del cambio climático. La evidencia técnica muestra que un bosque nativo bajo manejo sustentable, al mantener una mayor tasa de crecimiento y renovación, puede absorber significativamente más CO2 que un bosque no manejado y degradado, donde la acumulación de biomasa se estanca. Ignorar el manejo no solo es un error productivo y social, sino también climático.
Revertir esta situación exige una estrategia clara. Actualizar los incentivos económicos, incorporar al bosque nativo manejado en los mercados de bonos de carbono y, sobre todo, construir una nueva relación entre el Estado y los propietarios forestales. Una institucionalidad forestal que deje atrás la lógica del candado y la sospecha permanente —y que asuma explícitamente su responsabilidad en fomentar, orientar y acompañar el manejo sustentable— es tan importante como una buena ley.
La verdadera tragedia del bosque nativo chileno no es que se lo aproveche, sino que se lo ignore. Sin manejo no hay futuro, ni ecológico ni social, para un recurso que podría ser orgullo nacional, motor regional y legado para las próximas generaciones.
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