Si algo querría para 2021, es volver a creer en Dios.
Sin embargo creo que cuando se abandona la religión -al menos las monoteístas- suele ser un camino sin retorno.
Criado en familia con bases católicas, en colegio católico y universidad católica, lo menos que cabía esperarse de mí es que terminara ateo. Lo he sido durante años -sobre todo tras comprobar la falta de valores cristianos mientras estudié en la UCSC- pero este 2020 cambié mi filiación a agnóstico.
Lo sé. Dicen que los agnósticos somos los democratacristianos del mundo religioso: no lo suficientemente radicales para ser ateos ni lo suficientemente convencidos para ser creyentes. Una postura en apariencia cómoda pero a mi entender, la más rigurosa científicamente. Porque si bien no hay pruebas científicas (o lógicas) de la existencia de Dios, tampoco las hay para demostrar su inexistencia.
Debo confesar que mi desesperación tras contraer covid-19 en mayo apuró el proceso. Me hizo recordar aquel sarcasmo de los devotos cristianos con que nos fustigan socarronamente. “Claro, todos son ateos hasta que el avión comienza a caer”.
Pero en realidad, es una reacción muy humana: cuando perdemos todo recurso real, humano y científico frente a una situación, no nos queda otra que asirnos a lo metafísico. Es el mismo principio por el que tantos enfermos desahuciados creen en terapias alternativas, charlatanes o milagros religiosos: desesperación.
Uno puede imaginar a nuestros antepasados, ocultos en cavernas, contemplando con pavor los rayos y relámpagos durante una tormenta. ¿Qué otra explicación podía haber que la de una deidad molesta y ávida por castigarnos?
Pero aún así, como Mulder, “I want to believe“. Me gustaría creer porque pocas situaciones te confortan más que sumergirte en cálido líquido amniótico de que un ser superior benevolente vela por ti y te ayudará a que las cosas, como en los cuentos, al final saldrán bien.
Pascal, en medio de su genio y extravagancia, llegó a la conclusión de que lo mejor es creer en Dios. Su razonamiento es simple: si Dios existe pero no crees en él, no irás al cielo; y si crees en él pero no existe, bueno, no pasará nada. Ergo, apuesta a ganador.
Pero la fe, al igual que el amor, no puede (o mejor dicho, no debería) manejarse en términos de “conveniencia”. De hecho, tener pruebas de que Dios existe acabaría completamente con el concepto de la fe (lo que hace a la religión tan genial como maquiavélica). Si comprobamos que Dios existe, estaremos obligados a creer en él, lo cual acabaría con el libre albedrío.
(Aunque claro, ni Dios podía prever que llegara a existir gente como los terraplanistas, con tal capacidad de rebelión ante las evidencias).
Como sea, admito que en ocasiones siento envidia de quienes creen, realmente, en Dios. Hay personas que lograron revertir su pérdida de fe, como C.S. Lewis (que hizo de las Crónicas de Narnia una versión diabética del Nuevo Testamento), pero no es lo común.
Sin ser peyorativo, una vez que dejas de creer en el ratón de los dientes o en el viejito pascuero, no sueles volver a tragártelo, por más maravilloso que fuera creer en ellos.
Creo que a veces quisiera que Dios existiera sólo para descansar. Para creer que resolver todos estos líos que hemos causado no depende sólo de nosotros. Que habrá una mano sabia y benevolente para guiarnos. Que no estamos solos, a merced de déspotas, sociópatas y “locos con carnet”, como dice Serrat.
Que de alguna forma, alguien nos ayudará a arreglar este desastre.
Pero quizá, por el mismo motivo, es bueno que Dios no exista. Para saber que si alguien debe rescatarnos, somos nosotros mismos. Que no queda otra que ponerse en pie, limpiarse un poco las heridas, secarse las lágrimas y mocos con la manga, y seguir caminando. Aunque no solos, sino que juntos. Porque ni esta ni otras crisis que ha sufrido -y seguirá sufriendo- la humanidad, causadas por nosotros o no, pueden ser resueltas individualmente, sino reconociendo que nos necesitamos todos.
Mientras nuestros antepasados cavernarios observaban horrorizados las tormentas sin explicárselas, sólo podían acurrucarse, aferrados unos a otros. Éramos nuestros propios salvavidas.
En la filosofía humanista internacional (que poco y nada tiene que ver con el partido político chileno), se pregona que seas “Good without a God” (Sé bueno sin un Dios). Es decir, que no necesites la amenaza de una entidad castigadora o el estímulo de una recompensa en la vida eterna, para ser bueno con los demás.
“La gente buena hace cosas buenas por los demás y eso es todo. Punto”, dice en “Afterlife” Ricky Gervais, un ateo declarado.
Eso es algo en lo que creo. Y quizá, al no existir, Dios le hace también uno de los más grandes favores a la humanidad: la de reconocerse y salvarse a sí misma.
Aunque, ¿no sería un descanso si…?