No se trata de presionar, sino de acompañar con responsabilidad un proceso que puede marcar un antes y un después para nuestra región.

Desde La Araucanía sabemos mejor que nadie lo que significa vivir por años entre promesas, diagnósticos acertados y anuncios que, muchas veces, no logran cruzar la frontera entre el papel y la realidad.

Por eso, cuando en campaña se deja nuevamente a nuestra región en el centro del debate nacional, corresponde valorar que los problemas que se viven estén en la agenda, pero también exigir, con lealtad y sentido de responsabilidad, que esa agenda se traduzca en hechos concretos durante los próximos cuatro años.

Creo firmemente en que se viene una buena conducción de nuestro país. Por eso, creo, desde la convicción, de que esta es una oportunidad histórica para que, por fin, La Araucanía deje de ser una región simbólica en los discursos y se convierta en una prioridad efectiva del Estado.

Durante demasiado tiempo, hemos vivido atrapados entre la violencia, el abandono y la incertidumbre. Familias que no pueden trabajar con tranquilidad, comunidades indígenas que siguen esperando soluciones reales y víctimas del terrorismo que sienten que el Estado llega tarde o simplemente no llega. Reconocer esta realidad es el primer paso; transformarla, el verdadero desafío.

Todos valoramos como prácticamente todos los candidatos, de izquierda a derecha, hablaban con claridad de orden, de paz territorial, de reparación a las víctimas y de un nuevo trato con los pueblos originarios.

Valoro que se entienda que no puede haber diálogo sin una renuncia explícita a la violencia, pero tampoco paz duradera sin desarrollo, justicia y oportunidades. Esa combinación, que todos los sectores manifestaron de orden y progreso, es la que nuestra región necesita con urgencia y que ahora todos debemos cumplir. No es sólo una tarea de Gobierno, sino de Estado.

Quienes vivimos aquí sabemos que el riesgo no está en diagnosticar mal, sino en no ejecutar bien. Las comisiones, los planes interministeriales y los anuncios de inversión solo tendrán sentido si se traducen en caminos construidos, en títulos de dominio regularizados, en apoyo efectivo al emprendimiento local, en mayor presencia del Estado donde hoy manda el miedo, y en una institucionalidad indígena que escuche de verdad y no solo administre expectativas.

La Araucanía no necesita privilegios, necesita coherencia, continuidad y voluntad política sostenida en el tiempo. Necesita que las decisiones no se diluyan en la burocracia ni se posterguen por cálculos de corto plazo. Necesita que la paz territorial sea entendida como una política de Estado, no como una consigna de campaña.

Desde el Congreso, el rol de todos será colaborar, empujar y cuidar que este compromiso no se debilite. Apoyar, como se manifestó en todas las campañas, al gobierno cuando avance en la dirección correcta y recordar, con respeto pero con firmeza, que aquí no hay margen para otro ciclo de frustración.

No se trata de presionar, sino de acompañar con responsabilidad un proceso que puede marcar un antes y un después para nuestra región.

La Araucanía ha esperado demasiado. Hoy existe una oportunidad real de hacer las cosas bien. Aprovecharla dependerá de que todos, Gobierno, Congreso y Estado, entendamos que esta vez no basta con prometer. Esta vez, La Araucanía no puede quedar en el olvido, ni sólo en buenas palabras electorales.