Si este fue un año difícil, no te exijas celebrarlo. Honra haber llegado hasta aquí. Eso, en sí mismo, ya es suficiente.

No todos los años se celebran. Y decirlo, en un mundo que exige sonrisas permanentes y balances inspiradores, casi parece un acto de rebeldía.

Estamos llegando al final del año y, como un rito automático, aparecen las mismas preguntas: ¿qué aprendiste?, ¿qué lograste?, ¿en qué creciste?, ¿qué vas a decretar para el próximo año? Pero hay años —y este puede ser uno de ellos— que no se dejan resumir en aprendizajes elegantes ni en frases para redes sociales.

Hay años que fueron, simplemente, duros. Años donde hiciste lo que pudiste…y no alcanzó. Años donde te esforzaste, insististe, te levantaste una y otra vez, y aun así la vida te devolvió silencio, golpes o pérdidas.

Y cuesta decirlo. Cuesta decir: me fue mal. Cuesta reconocer: caí, me equivoqué, no logré lo que esperaba, no pude más. Porque parece que fracasar sigue siendo un pecado social, incluso cuando duele de verdad.

Este no es un balance esperanzador. O al menos, no en el sentido cómodo de la palabra. Es una pausa. Una detención honesta. Una carta abierta a nosotros mismos. A lo que dolió, a lo que costó, a lo que no salió.

Porque no todos los años vienen a cumplir sueños. Algunos vienen a romperlos. Otros vienen a mostrarnos con crudeza que la vida no es justa, que no siempre premia el esfuerzo, que a veces el dinero no llega aunque trabajes hasta el cansancio, que las lealtades se quiebran, que hay personas que se van, que otras te fallan, que incluso hacer el bien no te protege del daño.

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Hay años donde tragamos veneno. Donde recibimos cachetadas emocionales que no pedimos. Donde hacemos balances y, aun sumando lo bueno, queda la sensación amarga de habernos quedado cortos…o vacíos.

Tal vez este fin de año no necesites escribir una lista de metas, sino una carta. Una carta para perdonarte. Para decirte que no siempre se puede con todo. Que no todo depende de ti. Que hiciste lo mejor que pudiste con las herramientas emocionales que tenías en ese momento.

También, quizá, sea tiempo de podar. La familia, los vínculos, la vida, se parecen mucho a un árbol. Hay ramas que dan sombra, otras que dan frutos…y algunas que duelen. Ramas que enferman, que restan, que quiebran por dentro. Podar no es odiar. Podar es sobrevivir. Podar es cuidarse.

Incluso aunque suene incorrecto decirlo a veces hay que poner límites, tomar distancia, elegir paz por sobre lealtades mal entendidas.

Cerrar un año no siempre es agradecer. A veces es aceptar. Aceptar que la vida fue ingrata. Aceptar que dolió. Aceptar que no todo se arregla con actitud positiva.

Y aun así…seguir. No desde la euforia. Desde la verdad.

Si este fue un año difícil, no te exijas celebrarlo. Honra haber llegado hasta aquí. Eso, en sí mismo, ya es suficiente.

El próximo año no se decreta. Se camina con lo que somos. Con lo que quedó y con lo que aprendimos a golpes. Y eso también es educación emocional. Mirar la vida como es, no como nos gustaría que fuera. Y aun así, elegir no rendirse.

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