Del lado libanés del río que sirve de frontera, decenas de refugiados sirios tienen la mirada centrada en su patria, donde cuentan cómo siembran el terror los milicianos sirios entre los opositores al régimen de Bashar Al Asad.
“Ayer, en Tall Kalaj, mataron a dos familias, incluidos niños”, murmuran.
Se refieren a los “chabiha”, los milicianos sirios de civil acusados de sembrar el terror en las ciudades donde hay manifestaciones contra el régimen de Al Asad, tras el inicio de las protestas el 15 de marzo.
En el punto fronterizo no oficial de Al Boqayaa, en la región libanesa de Wadi Jaled donde desde fines de abril no cesa el flujo de refugiados sirios, todo el mundo se preocupa por quienes permanecen en Tall Kalaj, la fronteriza ciudad sunita rodeada por el ejército desde hace varios días.
“Están matando a la gente según su confesión”, afirma Tarek, un obrero que rehusa revelar su verdadera identidad, por miedo a represalias. “Mi padre y mi hermano aún siguen allá”.
Según él, y la mayoría de los refugiados, la guerra que lleva a cabo contra ellos el poder — en manos de los alauitas, rama del islam chiíta — es claramente confesional.
“Hay milicias alauitas que matan a los sunitas”, dice Tarek.
En Tall Kalaj, al menos diez habitantes murieron el domingo a manos de las fuerzas de seguridad que bombardearon indiscriminadamente cuatro barrios, según un militante de derechos humanos.
El régimen acusa generalmente a los opositores de ser “salafistas” o extremistas. Pero impone un bloqueo mediático total sobre los acontecimientos lo que impide a los medios extranjeros verificar los hechos de forma independiente. Medios favorables al régimen informaron que en Tall Kalaj, los militantes tenían la intención de instaurar un “emirato islámico”.
“Destruyen casas, mezquitas. ¡Mezquitas! ¿Como es posible?” exclama Tarek, que logró llegar a Líbano en la noche del domingo, a través de los campos. Durante el trayecto, sin embargo, algunos de sus compañeros de viaje fueron muertos por disparos de “francotiradores sirios”, afirma.
“El ejército sirio apunta hacia nuestras casas con sus tanques y sus misiles”, asegura otro refugiado que requiere el anonimato.
“Los heridos yacen en las calles junto a cadáveres y nadie se atreve a llevarlos al hospital”, relata.
Un compañero indica que se trata de un “genocidio” y se indigna al preguntarse “por qué los países árabes no se mueven”, en referencia al silencio de estas naciones ante la represión en Siria.
Los cerca de 5.000 refugiados, instalados mayoritariamente en casas de hogares libaneses con los que tienen vínculos familiares, siguen traumatizados por lo que han visto y oído.
Hala, una joven de 19 años que llegó de Tall Kalaj con su madre y sus cinco hermanos y hermanas en un contenedor con otras 100 personas, que huían bajo los disparos, ha sido acogida en casa de una prima casada con un libanés.
“Antes de irme, vi a unos 50 tanques en la ciudad”, dice.
“Pero también vi a los ‘chabiha’ de Maher Al Asad (hermano del presidente sirio). Estaban vestidos de negro y disparaban contra mujeres y niños en las calles. Vi todo eso, escondida detrás de un muro”, relata la muchacha, con su dulce voz.
Los opositores en Siria, donde la represión causó al menos 700 muertos según los defensores de derechos humanos, son claros: además del lema “el pueblo quiere la caída del régimen”, los refugiados del lado libanés de Al Boqayaa corean a menudo: “Bashar, no te queremos”.