Charlie Kirk ha muerto. No es una cifra, no es un titular más: era un hombre de carne y hueso. Tenía amigos, familia, seguidores y detractores, pero sobre todo tenía la convicción de que sus ideas merecían ser escuchadas.

Alguien decidió que eso era intolerable y apretó el gatillo. Lo mataron por pensar distinto. Lo mataron por hablar.

Kirk, figura central del conservadurismo juvenil y cofundador de Turning Point USA, no fue una sombra en el debate público; fue una presencia incómoda, una voz que sacudía y provocaba.

Y, justamente por eso, se convirtió en blanco. Lo que ocurrió con él revela el punto al que hemos llegado: disentir ya no es un derecho protegido, sino una sentencia de riesgo.

Cuando se asesina a alguien por sus ideas, la libertad de expresión deja de ser un derecho y se convierte en una ilusión rota.

Cada bala contra una voz política atraviesa también a la democracia. Nos va dejando huérfanos de diálogo, sustituyendo la confrontación de argumentos por el eco del miedo. Defender la palabra es hoy más urgente que nunca, porque lo contrario es claudicar ante la barbarie.

La muerte de Kirk nos obliga a enfrentar una verdad incómoda: estamos perdiendo la capacidad de debatir sin que alguien termine herido, amenazado o muerto.

Si seguimos permitiendo que el miedo decida quién puede hablar, habremos perdido mucho más que una voz polémica: habremos perdido nuestra esencia como sociedad.

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