El sistema político se está dando constantemente gustitos rituales y esta dinámica es de riesgo en un escenario crispado y altisonante como es el que estamos viviendo. Venimos de un gobierno que solía darse gustitos, con nefastas consecuencias para ellos y para el país.

Comenzaremos por el principio.
La definición. O su bosquejo.

Darse un gustito
loc. verb. coloq., Chile
Definición:
Concederse voluntariamente una satisfacción inmediata, generalmente pequeña pero simbólicamente significativa, que no responde a una necesidad objetiva sino a un deseo consciente, y que suele implicar la suspensión momentánea del autocontrol, de la prudencia o del cálculo de consecuencias. En su uso connotativo chileno, “darse un gustito” supone saber que la acción no es estrictamente correcta, necesaria o estratégica, pero realizarla igualmente bajo la lógica del merecimiento personal, del desahogo emocional o del disfrute del momento.

Diferenciación connotativa con “darse un gusto”

A diferencia de “darse un gusto” (forma más neutra y extendida en el español general), el diminutivo gustito introduce una doble operación simbólica: por un lado, minimiza el acto —lo presenta como algo pequeño, inofensivo o pasajero— y, por otro, refiere a la ironía chilena que se burla de la creencia de quien ejecuta el acto quien asume que, tratándose de algo menor, no es un exceso desbordado, sino una indulgencia controlada, creyendo que este pequeño acto no puede desequilibrar el mundo.

Etimología y formación

Deriva del sustantivo gusto (del latín gustus, ‘acción de gustar, placer’), al que se añade el diminutivo -ito, ampliamente usado en el español de Chile no solo para indicar tamaño, sino para suavizar, atenuar o justificar una acción.

En este caso, vía ironía, el diminutivo no suaviza, sino que denuncia la ingenuidad rampante de quien ejecuta el acto. La construcción pronominal “darse” refuerza la idea de auto-concesión y de licencia personal con orientación pecaminosa asumiendo la imperfección del fundamento del acto.

Usos y costumbres

1. Uso cotidiano: Se emplea para referirse a compras innecesarias, comidas calóricas, gastos impulsivos o decisiones placenteras que rompen una norma autoimpuesta. Ej.: “No tenía dinero, pero me di un gustito y me lo compré igual”.

2. Uso moral: Funciona como mecanismo de justificación blanda. El hablante reconoce implícitamente que el acto no es del todo correcto, pero lo encuadra como comprensible o humano, como una falla o debilidad que se puede dejar pasar sin juicio perentorio por su simpleza y banalidad.

3. Uso político y social (extensión metafórica): Describe decisiones simbólicas o gestos de triunfo realizados tras una victoria parcial o momentánea, orientados a producir satisfacción inmediata —emocional, ritual, identitaria o ideológica— aun cuando debiliten la posición estratégica de largo plazo. En este registro, “darse un gustito” suele adquirir una connotación crítica de mayor intensidad.

4. Uso cultural: En la cultura chilena, asociada históricamente a la austeridad, la moderación y la sospecha frente al exceso, la noción de gustito aparece como una válvula de escape. De este modo, no se celebra el derroche, pero se tolera la pequeña transgresión.

Campo semántico asociado

Indulgencia, autocomplacencia, permiso, capricho moderado, placer inmediato, licencia moral.

Argumentaremos que la política nacional se encuentra, hace ya un buen rato, en la zona donde se reivindica “darse gustitos” pues se atribuye a estas conductas una consecuencia reivindicativa, por ejemplo, haciendo crecer la imagen de un sector político denostando a otros con esfuerzos rituales.

No solo ocurre en Chile, por cierto, pero es un tipo de conducta que ha proliferado, atribuyendo características esenciales a una posición política: ser x (derechista o izquierdista) se transforma en un defecto a secas. Las ideologías dejan de ser una herramienta, un recurso, una aclaración de una visión de mundo; y pasan a ser una fuente causal que permite al otro sector político hacer juicios sobre la condición humana del juzgado.

Como va quedando claro, si escribo esta columna es porque el sistema político se está dando constantemente gustitos rituales y esta dinámica es de riesgo en un escenario crispado y altisonante como es el que estamos viviendo. Venimos de un gobierno que solía darse gustitos, con nefastas consecuencias para ellos y para el país.

Hoy el nuevo gobierno (electo aún), que tiene una matriz subjetivista, puede avanzar en esa dirección (y habrá pulsiones en esa dirección, sin duda) y ello sería lamentable.

Lee también...
Coherencia, fidelidad y autocrítica Lunes 22 Diciembre, 2025 | 08:58

Usted en este momento, si es de derecha, se molestará con este columnista. Y quizás espete epítetos impuros en mi contra. Pues bien, si ha llegado a ese lugar, no está haciendo más que darse un gustito, porque ese camino solo tranquiliza su rabia, pero en nada sirve para la evolución del país.

Pero usted no está solo. Durante años, cada vez que critico al Frente Amplio (siendo el primer candidato presidencial de dicha coalición, hoy partido) me dicen que ‘sangro por la herida’ porque intentaron echarme tantas veces de allí que asumen que lloro por las noches ante ese recuerdo.

Cuando me dicen eso, también se dan el gustito y con ello asumen que toda crítica no tiene que ver con la realidad, sino con las heridas personales. Pero hay algo claro: el Partido Republicano y el Frente Amplio no tuvieron orígenes muy distintos en su conducta política y los gustitos han estado, en ambos, sobre la mesa de manera constante.

Ambos crecieron inflamando la subjetividad propia. Hoy el Partido Republicano tiene la oportunidad de dejar eso en el pasado. Pero al haber crecido a partir de esas rutas, sin duda la tentación siempre estará en la puerta.

Considero relevante analizar si acaso hay probabilidades altas de que los gustitos sigan proliferando. Me preocupan esos avances políticos que, sin profundidad, solo satisfacen a sus emisores. Me refiero al carácter efímero y estructuralmente débil de aquellos momentos en que una determinada configuración política decide adelantar el placer del triunfo y concederse los pequeños lujos del instante, esos gestos que permiten disfrutar la sensación de gloria mediante satisfactores inmediatos, aun a costa de hipotecar coherencia, proyección o estabilidad futura.

Por eso he citado y definido la chilenísima expresión que condensa con notable precisión esta lógica: “darse un gustito”. En su uso connotativo cotidiano, darse un gustito no remite a una necesidad ni a un derecho largamente postergado, sino a una indulgencia consciente, a un permiso que uno se otorga sabiendo que no es indispensable, que puede ser imprudente o incluso contraproducente, pero que produce placer simbólico inmediato.

Es el acto de privilegiar la satisfacción del momento por sobre el cálculo de consecuencias, de elegir el goce breve —material, emocional o moral— por encima de la disciplina, la estrategia o la responsabilidad de largo plazo. Darse un gustito implica, además, una autocomplacencia justificada retrospectivamente: se sabe que no corresponde del todo, pero se asume que “algo hay que darse”, que el contexto, el esfuerzo previo o la sensación de victoria habilitan esa licencia.

En política, como en la vida cotidiana chilena, el gustito suele presentarse envuelto en un tono de picardía o de merecimiento, pero porta siempre una fragilidad de origen: nace del exceso de confianza, de la ilusión de que el momento favorable se prolongará, y de la creencia —frecuentemente equivocada— de que los costos estructurales de ese placer anticipado podrán ser absorbidos más adelante sin mayores daños. Los hechos acontecidos nos muestran lo grave que han resultado, para sus emisores, los gustitos.

Gustitos de la izquierda

Recordemos los escándalos y errores políticos de la izquierda en la Convención Constitucional. Un simple listado mental (usted puede hacerlo sin ayuda siquiera) permite describirlos no como simples torpezas individuales ni como desviaciones anecdóticas, sino como indulgencias simbólicas conscientes que privilegiaron la satisfacción inmediata por sobre la solidez estratégica del proceso. En ese contexto, darse un gustito fue adelantar el goce del triunfo —cultural, moral o identitario— en un escenario que aún exigía contención, pedagogía y construcción de legitimidad amplia.

En términos analíticos, estos gustitos adoptaron varias formas. Primero, gustitos expresivos: performances, gestos provocativos o actos de afirmación identitaria que producían reconocimiento instantáneo dentro del propio campo político, pero que erosionaban la credibilidad externa del órgano ante una ciudadanía expectante y mayoritariamente prudente. No se trató de desconocer las causas que esos gestos representaban, sino de escenificarlas como celebración cuando el mandato central era institucionalizar un acuerdo duradero.

Segundo, gustitos morales: la tentación de exhibir superioridad ética frente al orden anterior o frente a los adversarios, sustituyendo la deliberación constitucional por la satisfacción del juicio. Aquí, el placer no fue material ni escénico, sino moral. Era el goce de corregir, de enmendar simbólicamente la historia, de “poner en su lugar” a figuras o tradiciones del pasado. Ese goce, breve y gratificante para el propio grupo, debilitó la percepción de imparcialidad y rigor que una asamblea constituyente requiere para sostener su autoridad.

Tercero, gustitos políticos propiamente tales: decisiones, normas o posiciones maximalistas adoptadas bajo la lógica de “ahora que podemos”, como si el momento constituyente fuese un botín temporal que debía aprovecharse antes de que se cerrara la ventana histórica. En este registro, el gustito consistió en confundir mayoría circunstancial con hegemonía estable, y correlación de fuerzas momentánea con consentimiento social profundo. El resultado fue una acumulación de señales que activaron desconfianza, temor y rechazo en sectores que, sin oponerse al cambio constitucional, sí exigían sobriedad y garantías.

En conjunto, los gustitos de la Convención no fueron el producto del desorden puro, sino del exceso de confianza: la creencia de que el ciclo histórico protegía cualquier gesto, de que el clima cultural hacía innecesaria la moderación, y de que los costos de la indulgencia podían ser absorbidos más adelante. Como ocurre con todo gustito, el placer fue real pero breve; el costo, en cambio, estructural y persistente. La Convención terminó pagando el precio típico de esta lógica: haber confundido la alegría de la victoria con la tarea —mucho más exigente— de construir una forma duradera de legitimidad.

Claro: todos esos gustitos se apoyaron en una lectura estructural que, vista en retrospectiva, fue errónea.

Tras el ciclo abierto en 2011, la izquierda chilena —en sus distintas denominaciones partidarias— construyó la convicción de que se encontraba ante una hegemonía durable y no simplemente ante una mayoría electoral transitoria. Esa convicción tenía datos que la respaldaban: en las elecciones de diputados de 2013, la izquierda superó el 63% de los votos; en 2017 volvió a obtener un resultado muy alto, en torno al 61%. Esa reiteración produjo una ilusión de estabilidad histórica: la idea de que el país ya había cruzado un umbral irreversible y que el control del escenario político estaba asegurado.

Sin embargo, en 2021 ese porcentaje ya había descendido a poco más del 50% en la elección de diputados, señal inequívoca de desgaste, aunque todavía suficiente para ganar el gobierno con Gabriel Boric y para conducir una Convención Constitucional que ya mostraba ripios relevantes.

La lectura dominante fue defensiva: se interpretó la baja como ruido coyuntural y no como un cambio de tendencia. Allí, precisamente, los gustitos jugaron su rol decisivo: se actuó como si el capital político acumulado fuera inagotable, como si el margen de error fuese amplio y como si la ciudadanía siguiera concediendo licencias simbólicas sin costo.

El resultado fue el conocido punto de inflexión: tras el rechazo del 62% a la propuesta constitucional en 2022, la elección del Consejo Constitucional mostró el giro completo del tablero, con una derecha obteniendo el 56,5% y superando el 50% también en concejales y diputados. Ese es el verdadero cambio de orden: la izquierda, por haber adelantado el placer del triunfo y confundido fuerza momentánea con control estructural, pasó de dominar el escenario político a perderlo. Los gustitos no fueron la causa única, pero sí el síntoma más visible de una hegemonía mal diagnosticada y, por lo mismo, prematuramente celebrada.

Costo de los gustitos

Si bien los gustitos en política suelen presentarse como licencias menores —casi inofensivas— y como premios merecidos tras una acumulación de poder, la experiencia muestra que la mayor parte de los partidos en posición dominante consideran una excelente idea concedérselos, aun cuando esos gestos terminen generando evoluciones erráticas y problemas estructurales.

El caso más reciente y pedagógico es el de José Antonio Kast, quien, en el esfuerzo por asegurar la meta volante —el control completo del sector de la derecha— decidió durante 2025 darse el gustito de no negociar con el resto del bloque: no hubo primarias, no hubo coordinación estratégica ni construcción de una lista común para el Congreso Nacional, porque la prioridad no era maximizar el poder institucional, sino hacer crecer el proyecto partidario propio y buscó someter al resto del sector durante la campaña.

Ese gustito, que podía producir una satisfacción inmediata en términos de liderazgo interno, tuvo un costo político gigantesco: al competir como dos ciclistas separados, la derecha hipotecó el control del Congreso.

Las estimaciones son claras. Hay quienes calculan que, de haber avanzado juntas en la elección parlamentaria, las derechas habrían podido elegir alrededor de 90 diputados y entre 28 y 29 senadores, es decir, una mayoría clara en ambas cámaras. Renunciaron a ello para ganar una disputa intrabloque (que se resolvía igual ganando la presidencia).

Lee también...
La calma aburrida del vencedor Domingo 21 Diciembre, 2025 | 08:30

La decisión expresa una lógica profundamente problemática, que fue minimizar el valor del Congreso y apostar al control del sector antes que al control de las instituciones. El resultado es que el gobierno resultante —sea del signo que sea— queda condenado a un dolor de cabeza permanente, pequeño o grande, pero constante y crónico, respecto a la gobernabilidad parlamentaria. Todo por la necesidad de triunfar sobre los rivales internos, los propios, los aliados; de eso exactamente estamos hablando cuando hablamos de gustitos.

Esta lógica no es patrimonio de un solo sector. El eventual gustito de nombrar altas autoridades con altos niveles de impugnación o legitimidad discutida ha operado del mismo modo en otros gobiernos. El presidente Gabriel Boric lo hizo al instalar en cargos centrales a personas que sabía de antemano que tenían rasgos problemáticos; y también ocurrió cuando el presidente en ejercicio buscó darse el gustito de promover a su amigo Alberto Larraín a una posición ministerial, aun sabiendo que ello abría flancos innecesarios.

En todos estos casos, el patrón se repite: el placer inmediato del gesto —la lealtad personal, la afirmación identitaria, la victoria interna— se impone sobre el cálculo institucional de largo plazo. Esa es la incómoda verdad de la política. La pasión es enemiga del poder y los gustitos no fortalecen, no ordenan el sistema y no construyen gobernabilidad. Solo producen gratificación efímera y costos duraderos.

Si nuestra política termina convirtiéndose en el club de los gustitos, lo que se hipoteca no es solo la eficacia coyuntural de un gobierno u otro, sino la capacidad institucional del sistema político en su conjunto, que se va debilitando de manera acumulativa y silenciosa.

Los primeros días desde el triunfo de José Antonio Kast han mostrado, es cierto, algunos rasgos de prudencia que contrastan positivamente con experiencias recientes. Hay señales de contención discursiva, cuidado en ciertas definiciones iniciales y una aparente conciencia del cuadro de alta crisis social en que se gobierna.

Sin embargo, también han comenzado a aparecer indicios todavía incipientes —menores, pero no irrelevantes— de una tentación conocida, como es priorizar los alineamientos internos de la derecha, la consolidación del sector y la resolución de disputas propias, por sobre la construcción paciente de un proyecto de gobierno viable, capaz de operar en un escenario de fragmentación, desconfianza y fatiga institucional.

El riesgo no está en un gesto aislado, sino en la reiteración de una lógica según la cual gobernar empieza a parecerse más a administrar lealtades internas que a producir estabilidad sistémica. Es allí donde el gustito vuelve a desplazar a la responsabilidad. Y en contextos de crisis profunda, la política que se da gustitos no solo falla, sino que debilita el suelo mismo sobre el que pretende sostenerse.