Señor director:

Las fundaciones y la sociedad civil en su conjunto son actores fundamentales para el quehacer de todo país moderno. Logran dar respuestas a necesidades urgentes a las que el Estado no llega. Son también un motor para generar avances significativos en políticas públicas, actualizar las mismas y equilibrar el peso del aparataje público. Es más, la eficiencia de las organizaciones de participación ciudadana muchas veces supera la del sector público, especialmente en temas como catástrofe, salud, educación y medio ambiente.

En efecto, entre los principales proveedores del Estado se destacan fundaciones especializadas en servicios de salud, rehabilitación y cuidados hacia grupos específicos de población (personas con discapacidad, adultos mayores, niñas y niños y un largo etc.) Las fundaciones Arturo López Pérez, Tierra de Esperanza, Las Rosas siendo, entre otras, algunos de los ejemplos más reconocibles.

Por lo mismo, las fundaciones no pueden ser consideradas únicamente como entes receptores de filántropos. Son coadyuvantes del Estado en sus labores más esenciales y actores principales en materias en que este no alcanza a abordar. Aún más, es de hecho la sociedad civil – expresada a través de fundaciones – la que promueve en gran medida los cambios normativos y soluciones innovadoras gracias al conocimiento que han desarrollado en terreno.

Otro aspecto casi desconocido es que el 60% de las fundaciones declara como fuente de financiamiento los ingresos propios, y no solo de donaciones, como comúnmente se piensa. Dichos ingresos provienen de servicios que prestan a terceros de todo tipo: público, privado y sus propios pares del tercer sector. La gran diferencia con las sociedades es que estas utilidades que reciben se deben reinvertir en su objeto social.

Sin duda, ello implica que deben existir controles robustos que sustenten la confianza depositada en las organizaciones sin fines de lucro. Sin embargo, sería un error pensar que se deban multiplicar los proyectos de ley para crear distintos registros y aumentar la burocracia exponencialmente para entidades que con suerte pueden financiar a sus equipos ejecutivos. Basta con ordenar lo que existe actualmente, que no es poco. De por sí, a las fundaciones ya les rige plenamente la Ley 20.393 (Ley de Responsabilidad Penal de Personas Jurídicas), además de la responsabilidad civil y solidaria de los directores de estas.

Sin embargo, desde el “Caso Convenios” y los cuestionamientos que de él derivaron, la labor de las fundaciones se ha hecho cuesta arriba, como si todas solo recibieran recursos públicos, satanizándolos, y sin considerar que la gran mayoría de las fundaciones los usa con fines probos y con una eficiencia ejemplar.

Por Monserrat Moya Arrué y Bárbara Rodríguez Droguett
Abogadas. Socias Estudio 150

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