A poco andar el año escolar, se escucha el agobio de los profesores cuando expresan:
– “No sé si podré terminar el año… estoy muy estresada”.
– “Parece que hoy fuese 56 de marzo… este mes ha sido interminable”.
– “No hay respiro ni pausa; estamos reemplazando a colegas por COVID o licencia psiquiátrica”.
– “Hasta la urgencia llegué por el estrés; el doctor me dijo que me tengo que cuidar”.
– “No sé si quiero esto para mi vida… quizás es el momento de reinventarme y trabajar en otra cosa”.
No es una queja, no es protesta. Se percibe como un desahogo con voz quebrada y ojos empañados. Comenzaron en marzo esperanzados con la vida del aula. Estuvieron dos años en una situación casi experimental, aprendiendo sobre la marcha de la tecnología, educación remota, clases online e híbridas. Emocionalmente exigidos, siendo los responsables de mantener contacto con los estudiantes y sus familias, aunque fuese de noche y por WhatsApp.
Volvieron ilusionados, a pesar de la “brecha de aprendizaje” que se insta a estrechar. Pero al poco tiempo, esta normalidad la sienten desconocida. Intentan reconocer a los estudiantes que vieron tras la cámara y crear un vínculo con quienes por primera vez entran al aula, pero no sólo se encuentran con déficit de conocimientos y habilidades. En muchos colegios, la gran secuela de la pandemia ha sido la pérdida de socialización escolar y el respeto a normas de convivencia social.
Los profesores relatan que, progresivamente, el clima del aula se va tiñendo de irritabilidad; aparecen malos entendidos y reacciones bruscas, sin motivo aparente. Los más pequeños gritan, se asustan o lloran porque un compañerito muy entusiasta los abraza con fuerza y no los suelta. No saben cómo invitar a otro a jugar, y la mascarilla no los ayuda a interpretar gestos y expresiones no verbales. Los más grandes se encienden frente a cualquier cosa que perciban como ofensiva. Sin mediar algún tipo de autocensura, vociferan groserías y reaccionan con manotazos que terminan con peleas.
Cuando los profesores intentan frenar el conflicto, viven las consecuencias de la intromisión: indisciplina y falta de respeto. En casos más graves, los alumnos muestran su rebeldía hostigando a compañeros, rompiendo materiales, fumando dentro del colegio sin temor a castigos, incluso si es marihuana.
Lo que se vive no es absolutamente nuevo. Lo que los agobia es la frecuencia diaria con que esto ocurre y la magnitud de estudiantes involucrados en estos eventos. No es un estudiante el que se desregula, sino más bien la mayoría del curso en distintos momentos del día. Para muchos, el conflicto es la tónica y la paz es la excepción. Entremedio de las sucesivas disrupciones, los profesores intentan enseñar y cubrir el currículum escolar. Los docentes sienten que están dentro de una olla a presión.
¿Podíamos preverlo? Muchos advirtieron desde el 2020 que retomar la presencialidad no sería como dar vuelta la página de un libro. Aconsejaron sistemáticamente: a) priorizar lo socioemocional a través del diálogo, compartir experiencias y actividades lúdicas que nos permitan conocernos y vincularnos, b) construir sentido de comunidad buscando espacios de apoyo y encuentro social entre estudiantes, profesores y apoderados, c) promover el bienestar a través de espacios de expresión como música, artes, educación física y talleres varios.
Por el contrario, muchos profesores relatan que en sus colegios: a) se acortaron los recreos “para recuperar clases”, b) existen extensas jornadas escolares centradas en lo académico, c) se ha puesto el foco en los aprendizajes rezagados y lo que falta por lograr, d) existe poca flexibilidad, colaboración y autonomía para abordar el proceso educativo post-pandemia.
Pero, aún podemos cambiar el curso del año escolar. Preocupémonos de proveer las condiciones psicosociales necesarias para que nuestros niños y jóvenes vuelvan a confiar, aprendan a respetar, compartir y disfrutar junto a otros. Respetemos el conocimiento que las escuelas tienen de su comunidad educativa y la capacidad de tomar decisiones para buscar la mejor forma de sanar para poder aprender.
Finalmente, demos espacio, tiempo y orientación a los docentes para la colaboración y la co-enseñanza como una forma de contribuir a la calidad educativa pero también descomprimir el trabajo, favoreciendo momentos de contención y autocuidado entre profesores. No es tarde para enmendar el rumbo.
Dra. Verónica Villarroel Henríquez, directora Centro de Investigación y Mejoramiento de la Educación (CIME), Facultad de Psicología, Universidad del Desarrollo.