La escena se repite con la precisión de un videojuego: cada debate, cada intervención, cada emplazamiento presidencial parece parte de una saga sin fin, donde los contendores no envejecen ni aprenden, sólo se golpean una y otra vez.

Hay políticos que no saben perder, y otros que no saben dejar de pelear. Gabriel Boric pertenece a los segundos. En el debate entre Jeannette Jara y José Antonio Kast, el presidente reapareció con una intensidad inusual para un jefe de Estado en su último año. No era sólo el apoyo a su ministra, era el viejo impulso de confrontar a Kast, el mismo antagonista que le dio sentido a su campaña de 2021. La derecha tiene su obsesión con la refundación; la izquierda con el espejo.

El episodio recordó a “Los Duelistas”, la película de Ridley Scott ambientada en las guerras napoleónicas, donde dos oficiales franceses —interpretados por Harvey Keitel y Keith Carradine— se enfrentan una y otra vez a lo largo de veinte años en duelo por una ofensa trivial. Las batallas cambian de escenario, pero nunca de sentido: no se pelean por Francia, ni por el honor, ni siquiera por el amor. Se pelean porque no saben hacer otra cosa. Porque sin el duelo, la identidad se disuelve.

Algo similar ocurre con Boric y Kast. Lo que comenzó como una confrontación ideológica se ha convertido en una simbiosis política. Cada vez que Kast sube en las encuestas, Boric reaparece. Cada vez que Boric reaparece, Kast se fortalece. El presidente parece disfrutar esa dinámica, porque en ella vuelve a sentirse candidato.

Mientras su gobierno se sacude tras la renuncia de Diego Pardow y la oposición prepara una acusación constitucional que —por primera vez en este ciclo— podría prosperar incluso con votos oficialistas, Boric elige no refugiarse en la prudencia, sino en la pelea. Como si en cada golpe verbal encontrara una reafirmación de su causa, aunque eso lo aleje del país que intenta gobernar.

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Daniel Mansuy en su reciente libro sobre el Frente Amplio ha llamado a esto “el juego a ser inocente”: el gesto de quienes, incluso desde el poder, actúan como si todavía fueran los indignados que combaten al sistema. Boric lo ha llevado al extremo. En lugar de consolidar su legado, se define por su antagonista, como si en Kast encontrara la excusa perfecta para mantener viva la épica del conflicto.

La escena se repite con la precisión de un videojuego: cada debate, cada intervención, cada emplazamiento presidencial parece parte de una saga sin fin, donde los contendores no envejecen ni aprenden, sólo se golpean una y otra vez.

Por eso, su insistencia en entrar al ring no es un error de comunicación, sino una decisión estratégica. Refuerza la tesis de quienes creen que el mejor escenario para su futuro político es que Kast sea presidente: un gobierno de derecha extrema, con el que pueda reconstruir su liderazgo desde la oposición. En esa hipótesis, Boric no se jubila en 2026, sino que se prepara para volver en 2030 como el contrapeso moral frente a un gobierno que, desde ya, demoniza.

Pero ese juego tiene un costo inmediato para su propia coalición. Claudio Alvarado, director del Instituto de Estudios de la Sociedad, ha advertido que la pugna Boric–Kast “relega a Jara a un plano secundario” y agrava “el creciente espíritu de reyerta entre las izquierdas”.

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Pese a las señales desde el comando sobre la incomodidad que genera esa particular performance combatiente, se mantiene el ataque a Kast, dándole un protagonismo inesperado en su peor momento donde se encuentra amenazado por Matthei y Kaiser. El presidente se convierte, así, en el principal obstáculo de su propia candidata y el más importante promotor del candidato republicano. El duelo que lo mantiene vivo es, a la vez, la sepultura del oficialismo.

A eso se suma el riesgo por la fragilidad política que dejó la caída de Pardow. Si la oposición logra su primer triunfo en una acusación constitucional, Boric enfrentará una derrota simbólica devastadora: el quiebre de su última línea de defensa institucional. Y si responde con más confrontación, sólo confirmará lo que ya muchos perciben: que prefiere la batalla al poder, el ring al gobierno, el gesto al resultado.

En la película “Los duelistas”, cuando todo ha terminado, uno de los soldados se adentra solo en la niebla, espada en mano, esperando un nuevo enemigo que nunca llega. En la versión política de Mortal Kombat que protagoniza La Moneda, donde Boric aún no escucha la voz que dice Game Over.