Con la esperanza de impedir un contagio de las revueltas tunecina y egipcia, los regímenes del mundo árabe multiplican las iniciativas: diálogo con la oposición, cambios en el ejecutivo, promesas de no eternizarse en el poder y mantenimiento de las subvenciones a los productos alimentarios.

Desde el levantamiento popular que echó del poder el 14 de enero al presidente tunecino Zine el Abidine Ben Alí, las poblaciones de los países árabes, los analistas y los gobiernos se hacen una pregunta: “¿quien será el siguiente?”.

Una primera respuesta vino de Egipto. Un movimiento de protesta sin precedentes exige desde hace dos semanas la salida del presidente Hosni Mubarak, en el poder desde 1981. Ante la presión de la calle, este último prometió no ser candidato en las elecciones presidenciales de septiembre, se comprometió con las reformas y pidió a la oposición un “diálogo nacional”.

El inédito diálogo incluye además a los Hermanos Musulmanes, potente formación prohibida, que se entrevista oficialmente con el poder después de más de medio siglo.

A semejanza del presidente Mubarak, otros dirigente árabes han prometido no quedarse de forma indefinida en el poder.

El primer ministro iraquí, Nuri al Maliki, afirmó este fin de semana que no se presentaría para un tercer mandato. “Espero modificar la Constitución para fijar un límite de dos mandatos del primer ministro”, dijo a la AFP, estimando que puede ser “intolerable” para la población egipcia que su presidente haya podido mantenerse en el poder durante casi 30 años.

En Yemen, el presidente Ali Abdalá Saleh, en el poder desde hace 33 años, anunció el miércoles, tras una serie de manifestaciones, que renuncia a presentarse para un nuevo mandato, y llamó a la oposición a reanudar el diálogo para un gobierno de unión nacional.

Para tratar de calmar la revuelta, el rey Abdalá II de Jordania destituyó al primer ministro Samir Rifai. Su sucesor, Maaruf Bajit, abrió de inmediato un diálogo nacional, que incluye al influyente Frente de Acción Islámica (FAI). Este último rechazó participar en el gabinete.

El diálogo nacional está también al orden del día en Sudán, el más amplio de los países árabes dirigido desde hace 21 años por Omar el Beshir, sobre el que pesa una orden de detención del Tribunal Penal Internacional (TPI) por crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio en Darfur.

La creciente inflación en Sudán, la votación masiva del sur del país en enero a favor de la secesión y las imágenes de la revolución tunecina han reavivado el fantasma del levantamiento popular en el país, a semejanza de los ocurridos en 1964 y en 1985.

El presidente Beshir ha propuesto a la oposición unirse al poder. Esta exige más bien la formación de un “gobierno de unión nacional” y amenaza con tomar las calles. El influyente islamista Hasan al Turabi fue de nuevo encarcelado tras haber evocado un levantamiento popular.

En cambio, en Siria, el poder no parece dispuesto a abrir un diálogo con los islamistas ni con los opositores laicos. Al contrario, toda demanda democrática es inmediatamente reprimida.

Frente a los riesgos de contagio de la protesta, también es clave la cuestión de las reformas sociales y económicas.

“El precio de los productos alimentarios de base ha dado un salto de cerca del 30% en el periodo precedente a las manifestaciones… Es imposible medir el impacto a corto plazo de estos problemas económicos, pero es seguro que serán bien reales”, apunta el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS) de Washington.

Algunos países árabes, como Marruecos, Bahrein y Egipto, han asegurado que mantendrían las subvenciones a los productos alimentarios de base, a diferencia de Sudán, forzado a medidas de austeridad debido a una crisis de sus finanzas públicas.