El retorno del modelo no se produce como restauración institucional, sino como empresarialización simbólica del orden social, donde el éxito económico individual sustituye al proyecto político colectivo como fuente de legitimidad.

Argumento

El argumento de esta columna se resume del siguiente modo: el fracaso de la izquierda al no poder configurar una oferta histórica concreta y pertinente luego del estallido social, ha redundado en un escenario de restauración donde el principal rasgo es la resurrección de la legitimidad del modelo de libre mercado (referido habitualmente como neoliberal).

Pero esta resurrección tiene alto contenido irritativo, ya que Chile había girado en sus políticas públicas a un modelo que, aun cuando indefinido en sus rasgos, contaba con una mayor participación del estado. Dicho proceso se ha visto totalmente interrumpido y el ciclo de impugnación, que en origen atacó al sector empresarial (2011 a 2022), hoy ataca con fuerza la legitimidad de las estructuras estatales, reivindicando la perspectiva privada con inusitada fuerza (aun cuando con rasgos diferenciales respecto al pasado).

Vamos a revisar brevemente el proceso de los últimos tres lustros y sus rutas cultuales y políticas que permiten comprender el camino que se ha recorrido.

Proceso

Han pasado catorce años desde que formulé la tesis de una crisis de legitimidad del modelo de libre mercado en Chile. El argumento planteaba tanto la crisis de legitimidad del mercado como asignador preferente de recursos en la vida pública y una correlativa crisis de modelo político con desajustes claros en la valoración de la transición y las elites forjadas en ese proceso.

Esa crisis de legitimidad afectaba a instituciones colaterales (la Iglesia, por ejemplo), suponía politización de diversos ámbitos de la vida social y marcó un cuestionamiento institucional que supone, según nuestros cálculos, que el 70% de los chilenos tienen una relación mucho menos confiada en la institucionalidad de lo que era habitual.

Desde 2011 comenzó una importante degradación de la valoración del mercado y del respeto a la riqueza. La igualdad prosperó como valor principal y la idea de una riqueza obtenida ilegítimamente dominaba llegando a estar en 88% (lo normal era 50%).

La ruta impugnatoria concentraba sus dardos en el mundo empresarial y las elites políticas, siendo vistos estos últimos como ‘lacayos’ y por tanto asumiendo que el verdadero poder estaba en el empresariado.

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En todo este proceso el retroceso de la subsidiariedad fue evidente. El estado dejó de ser un actor de última instancia (si falla el mercado, el estado entra) y pasó a tener un rol más protagónico: la gratuidad universitaria y la PGU son señales muy claras de este proceso. Entre 2010 y 2025 el gasto de protección social (incluyendo educación y salud) pasó desde 65% a 69,7%. Y el tamaño del estado aumentó significativamente en relación al PIB subiendo desde 21,6% en 2015 a 24,6% en 2023.

Todos estos cambios solo fueron posibles por la exigencia de mayor participación del estado en la solución de sus problemas de los hogares, como llegar a fin de mes, obtener educación, lograr mejoras en pensiones y acceso a salud. El modelo económico había dejado de ser el que era, se había derrumbado estrepitosamente el 18 de octubre de 2019, luego de constantes y enormes sismos desde mayo de 2011.

Pero la impugnación contra las estructuras económicas y empresariales viviría un punto de inflexión desde 2015. Como suele ocurrir en procesos culturales, el mejor momento de una naciente propuesta política es su momento de mayor riesgo y plasticidad. En el año 2015 los casos Penta y SQM ilustraban que la sala de máquinas de la legitimidad del modelo estaba inundaba. La palabra ‘lucro’ flotaba en el aire como juicio final y había encontrado a dos grandes grupos empresariales con las manos en la masa.

La crisis, concentrada en el mundo empresarial, de pronto giró hacia el estado. La responsabilidad fue del caso Caval donde el hijo de Michelle Bachelet (Sebastián Dávalos) y su entonces esposa (Natalia Compagnon) habrían solicitado un trato preferente en un banco para viabilizar un negocio. En ese instante, toda la energía de impugnación al mundo empresarial se unió al cuestionamiento a las elites políticas. Se caía entonces el frágil equilibrio del gobierno de la Nueva Mayoría, que no alcanzó a ser ni lo nuevo ni lo viejo.

Dicho gobierno inauguraba el momento de una izquierda que no sabría qué hacer con la historia entre sus manos. El gesto sintomático lo repetiría Boric en su gobierno desde 2022. Pero ya llegaremos al presente. Antes vale la pena comprender la discusión sobre la legitimidad del modelo chileno de libre mercado.

Cierto es que, en los últimos años, la discusión sobre el modelo ha tendido a desplazarse hacia interpretaciones coyunturales, centradas en resultados electorales, evaluaciones de gobierno o cambios de clima de opinión; la verdad es que el repertorio de análisis requiere mucha más profundidad.

Las lecturas mecánicas construyeron la caricatura que asume que el triunfo de Piñera en 2017 fue señal de que no estaba en crisis el modelo económico. O es la caricatura que decía que el triunfo de Boric implicaba un necesario esfuerzo por modificarlo radicalmente. Resulta ser que el problema es más complicado.

Chile inauguró en 2011 un proceso de crisis que no ha terminado y, como todo proceso de crisis, diversos elementos de la constitución del orden social quedan impugnados y algunos de ellos sufren graves heridas que se pueden homologar a la idea de destrucción de recursos (institucionales, políticos, reputacionales, entre muchos).

El diagnóstico del derrumbe del modelo fue formulado con anterioridad al estallido social de 2019, en la obra “El derrumbe del modelo” de mi autoría, libro publicado en 2012, pero siendo la versión escrita de la exposición en ENADE 2011.

La obra vislumbró que la herida impugnatoria del ciclo de movilización social tenía raíces más profundas que el ‘tema’ de la protesta. Por entonces nos concentramos más en el movimiento estudiantil, pero éste fue el más estructurado y duradero dentro de un amplio crisol de protestas. Dicho diagnóstico no se presentó como una interpretación del “sentido de la historia” ni como una profecía normativa sobre el destino del neoliberalismo chileno, sino como una predicción sociológica fundada en hechos ya observables: la emergencia del malestar social, la politización del mercado, la erosión de la legitimidad institucional y la descomposición progresiva de las élites.

Todo esto acompañado de apabullantes movimientos de los datos estructurales de la sociedad. Datos que normalmente tenían movimientos de dos o tres puntos de un año a otro, de pronto se movían a niveles de más de 25 puntos. No era normal.

La predicción de una crisis institucional y de las elites, el cambio de giro desde el eje izquierda/derecha al eje arriba/abajo, la compleja problemática de la legitimidad del orden; se fue comprobando con fuerza en los siguientes años.

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Tan claro fue que el derrumbe del modelo fue un hecho histórico real, con un momento de apertura (2011) y cristalización identificable en un evento evidente como fue el estallido (2019-2020). Acá es importante comprender que todas las tesis de ‘estallido delincuencial’, ‘golpe de estado no tradicional’ y otras rutas de interpretación solo evitan que comprendamos que lo ocurrido es un estallido social y que si hubiese tenido un contenido claro en lo político habría sido una revolución.

La verdad es que estos procesos existen y se han producido en tiempos turbulentos y en todas partes. Y si la historia viera en ellos simplemente los actos antinormativos, entonces tendríamos los libros de historia plagados de estallidos delincuenciales y sería difícil explicar por qué enseñamos esos miserables actos como procesos históricos.

Bases teóricas

He publicado hace poco tres libros conectados entre sí. Un análisis del gobierno de Boric, otro sobre malestar social y un tercero que explicita mi método usado para el análisis de todos mis libros y artículos, bases conceptuales que tardé en formalizar veinte años.

Llamo a esta propuesta teórica el “modelo EyS” (Energía y Significado), que plantea que los grandes procesos irritativos derivan de un aumento de factores energéticos en la sociedad y que la única forma de mantener a la sociedad capaz de administrarse ante esos factores inestables es la capacidad de absorber esa entropía mediante el aumento del significado.

En términos políticos (que no es la única dimensión), se trata de construir programas, doctrinas y marcos culturales densos que permitan superar la crisis de sentido a las que arrojan estos procesos irritativos.

En el marco del EyS, la transformación social solo se vuelve viable cuando la energía disruptiva es absorbida por marcos de significado capaces de otorgarle direccionalidad, reduciendo entropía y produciendo consonancia cultural. Sin esta operación, la energía permanece en estado disonante, erosionando legitimidades sin generar un nuevo orden. El problema central de todo proceso de crisis no es, por tanto, la generación de energía —que es inherente a la impugnación—, sino la capacidad de los actores políticos y culturales para traducir esa energía en sentido compartido.

La irritación no debe entenderse como mera protesta ni como conflicto episódico, sino como un aumento significativo de energía social disonante, producto del desacople entre las estructuras institucionales vigentes y la experiencia cotidiana de amplios sectores sociales.

En contextos de crisis, esta energía tiende a manifestarse como impugnación generalizada del orden, pero su destino no está predeterminado: puede disiparse, destruir recursos simbólicos o bien ser modelada y modulada por procesos de construcción de significado.

En el ciclo de movilizaciones abierto en 2011, el movimiento estudiantil fue, dentro del conjunto heterogéneo de protestas, el único que logró articular simultáneamente una tesis impugnatoria clara —“no más lucro”— y una tesis de política pública concreta —educación gratuita—. Esta doble articulación le permitió operar como un primer dispositivo de absorción parcial de la energía disonante, dotando al malestar de un marco inteligible y socialmente transmisible. Ello explica que sus principales dirigentes adquirieran centralidad política en el ciclo posterior.

Sin embargo, ese logro fue necesario pero insuficiente. La posibilidad de transitar desde una fase contrahegemónica hacia la construcción de una hegemonía propiamente tal exigía una ampliación radical y profunda del marco de significado, capaz de integrar la totalidad de las dimensiones impugnadas del orden social: economía, política, élites, institucionalidad, vida cotidiana y horizonte de futuro.

Dicho de otro modo, se requería pasar desde una lógica de expectativa y promesa a una arquitectura de sentido capaz de estabilizar el conflicto. Más que definir si avanzar hacia el centro, hacia la centro izquierda o hacia la izquierda; el punto estaba en su profundidad. Caído y horadado, el modelo de la subsidiariedad de Jaime Guzmán era más sólido, más profundo y por ello mostró capacidad adaptativa incluso en medio de la enfermedad terminal.

El proceso de absorción de la entropía desde el significado es entonces la capacidad de los marcos culturales para procesar energías disruptivas o disonantes y convertirlas en consonancia social. La consonancia no implica consenso pleno ni ausencia de conflicto, sino la existencia de una direccionalidad cultural reconocible, que permita orientar la acción colectiva y restituir niveles básicos de previsibilidad.

En este punto, el proceso iniciado con el derrumbe del modelo económico y político alcanzó su límite en el estallido. El momento impugnatorio y destituyente logró desplegarse plenamente, pero la construcción de un nuevo sentido hegemónico no llegó a configurarse por la fallida Convención Constitucional. La crisis avanzó más rápido que la capacidad de los marcos culturales para absorber la entropía generada. La energía social permaneció activa, pero sin una forma estable de traducción.

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La Convención Constitucional y el gobierno de Gabriel Boric representaron, en ese contexto, una oportunidad histórica explícita para realizar esa operación de absorción: convertir la energía disonante del ciclo 2011–2019 en un nuevo orden de significado, capaz de articular legitimidad política, eficacia material y horizonte normativo. El fracaso resonante y acelerado de ambos procesos evidenció que dicha operación no logró completarse. No se produjo una síntesis cultural suficientemente amplia ni una direccionalidad compartida capaz de reducir la entropía acumulada.

El resultado de este fracaso no fue la desaparición de la energía disruptiva, sino su reorientación. En ausencia de una absorción hegemónica exitosa, la energía comienza a buscar nuevos dispositivos de absorción semiótica, desplazándose hacia marcos alternativos capaces de ofrecer orden, eficacia o estabilidad, aun cuando carezcan de un proyecto político integral. Es en este punto donde se abre el nuevo escenario histórico.

En el contexto actual, esa energía —que originalmente alimentó la contrahegemonía— empieza a encontrar oportunidades políticas en marcos distintos, más pragmáticos y funcionales, que prometen reducir incertidumbre y restablecer equilibrios básicos.

En este sentido, la derecha aparece hoy como un espacio potencial de absorción de esa energía, no necesariamente por la fortaleza de su proyecto ideológico (que estuvo caído de hecho), sino por su capacidad de ofrecer gramáticas de funcionamiento en un escenario marcado por la fatiga transformacional y la urgencia de eficacia.

Este desplazamiento no constituye estrictamente una restauración hegemónica del orden previo, sino una oportunidad para que los marcos culturales que ya existían (la innovación cultural de la cultura del emprendimiento) vuelvan a ser capaces de interactuar con la realidad. Pero este no es un escenario estabilizado. El proceso destructivo sigue vigente y a gran velocidad es un destructor de recursos.

Sin embargo, se han configurado sorprendentes pliegues culturales que podrían construir un esquema muy inusual de retorno del libre mercado como fundamento del orden, pero con una caída de la visión institucionalista y una reducción del peso del sistema político de manera significativa.

La resurrección

La pérdida de legitimidad del modelo neoliberal, cristalizada entre 2019 y 2021, puede ser comprendida como la emergencia de un momento contrahegemónico. La contrahegemonía no constituye todavía un nuevo orden, sino un proceso de desnaturalización del sentido común dominante.

En ella, los principios que organizaban la vida social dejan de ser evidentes, se vuelven discutibles y, finalmente, cuestionables. Es allí donde el modelo económico deja de operar como horizonte normativo incuestionado y pasa a ser objeto de crítica sistemática. La desigualdad ya no es percibida como efecto colateral inevitable, sino como signo de injusticia estructural; el mérito pierde credibilidad; las élites son resignificadas como abusivas; y la política institucional aparece como incapaz de procesar el conflicto social.

Sin embargo, como advierte Gramsci, la contrahegemonía es una condición necesaria pero no suficiente para la transformación histórica. La crítica puede erosionar un orden sin que ello implique automáticamente la construcción de otro. El tránsito desde la contrahegemonía hacia una nueva hegemonía exige una operación mucho más compleja, esto es, la producción de una nueva síntesis simbólica, capaz de articular conflicto, institucionalidad y proyecto colectivo.

La teoría de las crisis políticas desarrollada por Michel Dobry permite profundizar este punto. Dobry concibe las crisis como momentos de desestructuración de los marcos ordinarios de acción, en los cuales los automatismos sociales se suspenden, las jerarquías se vuelven inestables y se amplía el campo de lo posible. En estos períodos, las reglas habituales pierden eficacia y los actores se ven obligados a improvisar en un contexto de alta incertidumbre.

No obstante, Dobry subraya un elemento fundamental: las crisis no garantizan transformación estructural. Por el contrario, cuando la incertidumbre se prolonga y no cristaliza en una nueva estructura estable, existe una probabilidad significativa de retorno al habitus, al pasado. Esto implica que, ante la fatiga cognitiva y la ausencia de referencias claras, los actores sociales tienden a replegarse hacia formas conocidas de evaluación, conducta y expectativa.

Este retorno no equivale a una restauración plena del orden previo. Se trata más bien de un reacomodo defensivo, en el cual se conservan aquellos elementos que ofrecen mayor funcionalidad inmediata, incluso si han perdido su legitimidad histórica como proyecto global.

Este marco permite comprender por qué el retorno de legitimidad del modelo económico no constituye una restauración hegemónica. Lo que se recompone no es la dirección moral e intelectual del orden social, sino su núcleo funcional más elemental.

La economía recupera aceptación en tanto ofrece claridad instrumental, mientras la política permanece desacreditada, fragmentada y sin capacidad de mediación. El estado, confundido en su propio avance doctrinal, no tiene oferta más allá de lo que haga. El mundo empresarial, antes impugnado, sigue operando y da certezas que el estado no ofrece. Una derivada de esta situación es la ruta creada con el acuerdo SQM-CODELCO según la cual le ente público aporta la legitimidad de la marca histórica y el actos privado es el que produce.

Desde el punto de vista teórico, esto implica un desplazamiento del problema: la cuestión central ya no es la crítica del modelo, sino la imposibilidad de construir hegemonía en contextos de crisis prolongada, donde la contrahegemonía no logra producir una forma de orden verosímil.

Este escenario —hegemonía económica parcial, contrahegemonía agotada y política debilitada— constituye el trasfondo conceptual desde el cual deben leerse tanto el rebote cultural del modelo como los datos empíricos que se analizarán en los capítulos siguientes.

Pero vamos a los datos

La evidencia empírica a presentar proviene de la Encuesta LCN #37 nos muestra la aparición del “progreso” como valor central para la sociedad chilena. Ante la pregunta por el valor más importante para una sociedad, el 38% de los encuestados señala progreso, superando ampliamente a igualdad (22%), orden (21%) y libertad (19%).

Este dato adquiere especial relevancia al situarse en perspectiva temporal. Durante el ciclo 2019–2021, los valores asociados a igualdad y justicia social habían desplazado a los otros valores como principio normativo dominante.

La igualdad llegó a sumar 55%, esto era más de 25 puntos sobre su media de décadas. Y nunca había bajado de 27%. Es decir, los últimos datos con los que contamos muestran un cambio de posiciones de los valores, un cambio de estructura de ellos entre sí y un cambio de intensidad de cada valor, dejando el valor más cercano a la izquierda compitiendo ya no por el primer lugar, sino por lograr mantener el segundo.

El cambio observado en 2025 es inusual y acelerado, lo que permite interpretarlo como un rebote cultural que encuentra un pliegue decisivo en la legitimación individualizada del esfuerzo, desvinculada de promesas colectivas o proyectos de transformación estructural.

El segundo indicador empírico clave del rebote del modelo se observa en la percepción sobre las causas de la riqueza.

Un 67% de los encuestados sostiene que se llega a ser rico fundamentalmente como resultado del mérito, el esfuerzo o el aprovechamiento de oportunidades, mientras solo un 26% atribuye la riqueza a prácticas abusivas o explotadoras. Este resultado representa el nivel más alto de legitimación meritocrática de la riqueza desde que existe esta medición (2002).

En términos analíticos, esto implica que la crítica moral al lucro —central durante el ciclo contrahegemónico— se ha erosionado de manera profunda. Vale la pena señalar que la misma pregunta en mayo de 2021 implicaba un 88% de menciones a favor de la tesis de que las grandes fortunas provienen del abuso. Dos meses después comenzaría la Convención Constitucional y poco antes de su cierre, el puntaje se había invertido, llegando el mérito como causa de la riqueza al 62%. Desde entonces este indicador solo ha fluctuado entre 61% y 67%.

Este hallazgo empírico es consistente con la tesis planteada: el modelo económico no retorna simplemente como arreglo funcional, sino como moral económica reforzada, incluso más clara y menos ambigua que en su fase previa al estallido.

La riqueza deja de ser un problema que requiere justificación y pasa a ser un resultado aceptado, e incluso admirado, sin mayor juicio. La prueba de fuego es que el “caso Hermosilla” no golpeó los puntajes de la riqueza como mérito.

A pesar del retorno de valores pro-mercado, la encuesta muestra que la crisis de legitimidad política persiste. Si la crisis había estallado en el ‘lucro’ (articulación juzgada como maligna entre lo público y lo privado), hoy la crisis se concentra en el juicio al estado.

La relegitimación del modelo económico no implica la superación de la crisis política. Por el contrario, ambas dinámicas coexisten, configurando un escenario de asimetría estructural. La economía recupera aceptación normativa, mientras la política continúa siendo percibida como frágil, insuficiente o desacreditada.

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Uno de los hallazgos empíricos más relevantes de la encuesta es la aparición de un tercer eje factorial independiente, que explica un 18% de la varianza total. Este es un asunto más técnico, pero es importante señalar que la estructura del eje ‘izquierda y derecha’ no es capaz de sostener las estructuras del debate político y surgen nuevos lugares de absorción.

Es una señal de avance de crisis. Es decir, no estamos en camino de salida, sino que seguimos entrando. Al eje tradicional de la política (izquierda y derecha), se había sumado un eje que ponía en duda las mieles del institucionalismo chileno. Eso ya era una crisis de sentido de gran tamaño.

Pero surge ahora un tercer eje que puede ser interpretado como una dimensión de orden ejecutivo, que organiza las preferencias ciudadanas en torno a la capacidad de ejercer mando, asegurar eficiencia operativa y garantizar funcionamiento del Estado, en contraste con liderazgos asociados a proyectos transformadores, altamente normativos y poco ejecutivos. Es el eje que dio vida a la restauración.

Desde el punto de vista teórico, la emergencia de este eje es coherente con escenarios post-crisis descritos por Dobry: ante la fatiga transformacional y la prolongación de la crisis, la demanda ciudadana se desplaza desde la deliberación y el cambio hacia criterios funcionales de control y gestión. Este fenómeno no responde a una orientación ideológica específica, sino a una búsqueda de estabilidad mínima en contextos de incertidumbre persistente.

La evaluación histórica de los presidentes muestra un resultado particularmente ilustrativo del rebote cultural: la revalorización de Sebastián Piñera, quien obtiene la nota promedio más alta entre todos los mandatarios evaluados, superando incluso el umbral de 5,2, algo inédito en muchos años.

Piñera, luego de disputar el primer lugar desde hace unos meses con el presidente Aylwin en la evaluación de expresidentes, se despega del resto y toma el primer lugar.

Sin embargo, el análisis detallado de los datos sugiere que esta valoración no se explica por su rol político, sino por su resignificación como símbolo de mérito económico, eficiencia y éxito empresarial.

La encuesta y los estudios cualitativos que hemos realizado permiten distinguir entre el Piñera político —asociado a la transición y al liberalismo institucional— y el Piñera empresario, que emerge como figura moral de la nueva legitimidad económica.

Este resultado refuerza una tesis central: el retorno del modelo no se produce como restauración institucional, sino como empresarialización simbólica del orden social, donde el éxito económico individual sustituye al proyecto político colectivo como fuente de legitimidad. Nuestros datos muestran que el crecimiento de Parisi (y el triunfo de Kast) está asociado a una fórmula que es la siguiente:

Parisi y Kast = Piñera empresario – Piñera político

¿Y la izquierda?

En la izquierda la crisis será muy importante. La caída del muro logró ser internalizada con las formas europeas de desarrollo socialdemócrata.

Pero la deriva de las últimas décadas hacia la política identitaria y la omisión de toda propuesta relevante sobre economía y derecho supone una crisis política del sector muy profunda.

A la izquierda clásica del siglo XX se le cayó el muro en 1989. A la nueva izquierda ni siquiera se le cayó el muro porque no lo habían construido.