En la campaña, Kast leyó correctamente el malestar social con el tema migratorio y lo tradujo en una consigna nítida. El problema ahora será establecer los límites reales de esa consigna.

Cúcuta está en el noreste de Colombia, pegada a la frontera venezolana, y desde hace una década dejó de ser solo una ciudad intermedia para transformarse en un símbolo. Es el principal punto de tránsito de la migración venezolana, el lugar donde confluyen el colapso de un Estado, la política internacional y la épica —a veces ingenua— de las soluciones rápidas.

Allí, en febrero de 2019, Sebastián Piñera llegó junto a otros mandatarios para presenciar el fallido ingreso de ayuda humanitaria a Venezuela, pensando que iban a presenciar una rebelión militar, haciendo el soberano ridículo. Cúcuta quedó desde entonces como una postal elocuente de cómo la buena voluntad no basta cuando la realidad es más dura que el relato.

No es casual, entonces, que José Antonio Kast haya vuelto a poner ese nombre —aunque sea implícitamente— en el centro del debate. Su propuesta de un “corredor humanitario” para devolver migrantes venezolanos en situación irregular busca justamente eso: ofrecer una imagen clara, un destino concreto, un camino ordenado hacia afuera.

Debido a la imposibilidad de que Venezuela reciba a los que se van, el último destino es la ciudad de Cúcuta. Tampoco es casualidad que haya recibido a Roberto Ampuero, que es descrito en el libro “Piñera en Jaque”, escrito por las periodistas Gloria Faundez y Paula Catena, como el ideólogo de la anterior vergüenza en la misma ciudad.

La politóloga Luisa Freier, en una entrevista publicada en el vespertino La Segunda, fue explícita: lo que propone Kast no es un corredor humanitario, sino un mecanismo multinacional de retorno forzoso. La diferencia no es semántica.

Lo humanitario, por definición, prioriza la protección de la vida, la dignidad y los derechos fundamentales. No puede convertirse en un adjetivo cosmético para legitimar una política coercitiva. Llamar “humanitario” a una expulsión colectiva no solo es incorrecto; es conceptualmente tramposo.

Aquí aparece la tensión moral más incómoda del planteamiento. Kast reconoce —con razón— que Nicolás Maduro encabeza una dictadura responsable de una crisis humanitaria masiva. Pero al mismo tiempo sostiene que devolver venezolanos a ese país sería una forma de restituirles dignidad.

La afirmación es brutal: no hay dignidad posible en un retorno forzado a un régimen que se define como opresivo. Es una especie de Cúcuta al revés, donde se les invita a ingresar ilegalmente a su propia patria.

El problema es también político y operacional. Kast viajó a Perú y Ecuador con esta idea como eje central, y conviene decirlo: fue un éxito de relaciones internacionales. Ser recibido, instalar el tema en la agenda regional y aparecer como un actor que está preocupado de la migración ilegal venezolana no es menor. En una campaña dominada por lo doméstico, logró abrir un flanco externo y apropiarse del debate migratorio más allá de la frontera.

Pero ese éxito tiene límites estructurales. América del Sur no es la Unión Europea. No existe una institucionalidad supranacional vinculante ni un presupuesto común que permita sostener políticas complejas y costosas. Los gobiernos cambian, los acuerdos se diluyen y la migración es un tema de alta volatilidad ejecutiva. Perú es un buen ejemplo de ello.

El nuevo presidente peruano, José Jerí, llegó al poder gracias a un pacto improbable entre la izquierda dura y el fujimorismo. Esa coalición frágil tiene un punto en común: no puede aflojar en seguridad ciudadana sin pagar un costo político inmediato. En ese contexto, aceptar convertirse en un eslabón operativo de un corredor de expulsión ajeno es, para Lima, una apuesta de alto riesgo. No por altruismo, sino por supervivencia política.

La experiencia regional reciente tampoco avala el optimismo. Las visas restrictivas impuestas entre 2018 y 2019 por varios países incluyendo Chile, no redujeron la migración venezolana; la empujaron a la clandestinidad. El resultado fue más irregularidad, más tráfico de personas y menos control estatal. La militarización de fronteras —otro reflejo recurrente— suele producir el mismo efecto: desplaza rutas, encarece el cruce y fortalece a las mafias.

Entonces conviene hacerse la pregunta clave: ¿puede Kast “sacar a los ilegales”? La respuesta honesta es que no en la magnitud ni en los plazos que su electorado espera.

Puede aumentar expulsiones individuales, proponer leyes para convertir en delitos el ingreso ilegal o no cumplir las órdenes de expulsión, acelerar trámites, reforzar controles y crear incentivos comunicacionales suficientes para que varios la piensen dos veces. Pero no puede —sin violar derechos fundamentales, tensionar relaciones diplomáticas y romper acuerdos internacionales— ejecutar deportaciones masivas ordenadas y definitivas.

Y, sin embargo, la promesa funciona. Según la última encuesta de Cadem, el cierre de la frontera para terminar con la inmigración ilegal es considerada la principal promesa de campaña de Kast por un 60% de los encuestados, muy por encima del ajuste fiscal (29%) o del crecimiento económico al 4% y el empleo (19%). En la campaña, Kast leyó correctamente el malestar social con el tema migratorio y lo tradujo en una consigna nítida. El problema ahora será establecer los límites reales de esa consigna.

Cúcuta vuelve, nuevamente como metáfora. No solo como ciudad fronteriza, sino como advertencia. En 2019, el canciller Ampuero creyó que un gesto simbólico podía torcer la tragedia estructural de Venezuela. Hoy, el riesgo es creer que un “corredor” puede resolver lo que es, en esencia, un problema regional sin solución simple. El camino que lleva a Cúcuta puede ganar votos y aplausos. Lo difícil, como siempre, es explicar qué pasa cuando se repite la historia de aquella ciudad.