Frente a esa lógica de muerte, Jánuca vuelve a responder con la misma obstinación luminosa de siempre: seguimos encendiendo luz, y no dejaremos que el odio ni el antisemitismo definan quiénes somos ni cómo vivimos.
Cada año, cerca de la Navidad llega Jánuca: la Fiesta de las Luces. Para quienes no la conocen, Jánuca conmemora una historia antigua de milagros y perseverancia.
Tras años de opresión un pequeño pueblo se encontraba asediado por un gran ejército. Refugiados dentro de un templo encontraron una vasija con apenas un poco de aceite que alcanzaría para encender luz solo por un día.
Sin embargo, ésta ardió durante ocho días, lo que les dio tiempo para generar más aceite y poder mantenerse el tiempo necesario para poder sobrevivir. Más allá de su dimensión religiosa, el milagro de Jánuca habla de algo profundamente humano: la decisión de encender una luz aun cuando parece no haber esperanza.
Ese significado se volvió especialmente conmovedor, y dolorosamente actual, cuando se conocieron imágenes de seis jóvenes que, mientras estaban secuestrados en Gaza por Hamas, encendieron velas de Jánuca en un túnel.
Fueron filmadas por sus captores, probablemente con la intención de exponer su vulnerabilidad, quizás incluso de humillarlos. Pero ocurrió exactamente lo contrario. Porque nadie puede humillar a quien, aun en la oscuridad más extrema, decide afirmarse en su identidad, en su fe y en su humanidad.
La humillación no vive en el cuerpo que sufre, sino en la mirada de quien intenta despojar al otro de su dignidad. Y allí, en ese gesto sencillo y poderoso, unas velas encendidas, una bendición susurrada, una canción compartida, no hubo sometimiento, sino una afirmación profunda del espíritu.
Esas imágenes no muestran derrota. Muestran coraje, muestran resistencia. Muestran a seis seres humanos eligiendo ser luz cuando todo a su alrededor era oscuridad. Meses después, esas seis personas fueron vilmente ejecutadas. Sus vidas fueron arrebatadas, pero no su dignidad.
Ese odio volvió a mostrarse sin máscaras hace apenas unos días, en la playa de Bondi, en Sydney. Allí, donde cerca de un millar de personas celebraban Jánuca, dos terroristas abrieron fuego contra civiles cuyo único “delito” era ser judíos.
Es necesario decirlo con claridad: nadie debería morir por sus creencias, por su identidad. La libertad de credo no es una concesión ni un privilegio; es un derecho humano fundamental. El mismo primer ministro australiano, afirmó que “un ataque contra los australianos judíos es un ataque contra todos los australianos”. Porque cuando se ataca a una minoría por lo que es, se hiere el tejido completo de la sociedad.
El terrorismo yihadista no busca justicia ni liberación: busca imponer el miedo, negar la diversidad e imponer que quienes no piensan, no sienten o no creen como ellos merecen morir. Frente a esa lógica de muerte, Jánuca vuelve a responder con la misma obstinación luminosa de siempre: seguimos encendiendo luz, y no dejaremos que el odio ni el antisemitismo definan quiénes somos ni cómo vivimos.
La historia judía está hecha de esas pequeñas grandes luces. No de una luz ingenua, sino de una luz que sabe de sombras. Una luz que no niega el dolor, pero que tampoco se rinde a él. Una luz que pasa de generación en generación, de mano en mano, incluso cuando parece imposible. Jánuca nos recuerda que a veces el acto más revolucionario es sostener la esperanza.
El mensaje de januca es universal: siempre hay un espacio, por pequeño que sea, para elegir la luz. Siempre hay una chispa que puede encenderse. Siempre hay una forma de resistir sin odiar, de afirmar la vida sin negar el dolor.
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