Maldita historia. ¿Qué monstruo devorador mantenemos ahí sin que nadie lo pueda desalojar? ¿Cómo esquivar y aún extinguir la masacre, la violencia y la muerte que parecen, aunque viscosamente, congénitas en la historia, hasta naturales?
Camus le ha seguido la pista a la violencia y visto cómo serpentea, habla lenguas, escribe calma letra tras letra, pero firme maquinando argumentos, enarbolando imágenes, o asistido a su sola presencia de ídolo magnético.
El escritor, harto del asesinato y muerte violenta de decenas de millones nada más que entre las dos últimas guerras, la destrucción generalizada de las ciudades y la pauperización hasta la hambruna y la mendicidad de los habitantes; harto de constatar los preparativos actuales o las amenazas para la próxima guerra que terminará en lo mismo o aún peor; asqueado de no poder eludir este sino trágico, se sumerge en una densa reflexión para identificar, denunciar y desbaratar al homicida histórico.
El hombre rebelde (1951) ha sido el intento por desentrañar ese gen desde la Revolución Francesa en adelante (terminada nada menos que en la reacción). Revoluciones inútiles, rebeliones improductivas; ¿cómo cambiarles el signo y hacerlas eficaces? ¿O deslustrarlas para que dejen de encandilar?
Maldita historia. ¿Qué monstruo devorador mantenemos ahí sin que nadie lo pueda desalojar? ¿Cómo esquivar y aún extinguir la masacre, la violencia y la muerte que parecen, aunque viscosamente, congénitas en la historia, hasta naturales?
La revolución no ha exhibido un buen pedigrí: “(…) durante ciento cincuenta años, salvo en el París de la Comuna, último refugio de la revolución rebelde, el proletariado no ha tenido otra misión histórica que la de ser traicionado. Los proletarios han luchado y muerto para dar el poder a militares o intelectuales -futuros militares- que los han esclavizado a su vez”. Lo peor para Camus es el sustento filosófico nihilista, indiferente a la vida, que habilita para el asesinato. “Destruirse no era nada para los locos que preparaban en sus madrigueras una muerte apoteósica. Lo esencial era no solo destruirse sino arrastrar al mundo con ellos”: el apocalipsis hitleriano de 1945.
Para Camus el peligro presente es la revolución marxista y la batería de supuestos que la sustentan, por cuanto: “la realidad ha puesto por lo menos en entredicho las predicciones económicas de Marx”. Su dialéctica la juzga dudosa: “Su error [Marx] consistía en creer que la extrema miseria, y particularmente la miseria industrial, puede llevar a la madurez política”. Es una revolución saturada de aire policíaco y terror que la pervierten por dentro. El hombre nuevo no es sino el nuevo rehén, la vieja atadura al hechizo criminal que se repite, inscrito en una rebelión corrupta degenerada en revolución, la que le negará todo lo verdaderamente “nuevo” o su intento.
Testigo privilegiado de la historia ha sido el arte, cuando no su protagonista, su voz incluso, o el único vestigio. La posibilidad para Camus sería oponer al revolucionario y la revolución actual el hombre rebelde: el que dice no: el creador. “La rebelión contra la historia añade que en vez de matar y de morir para producir el ser que no somos, tenemos que vivir y hacer vivir para crear lo que somos”.
El hacer de la rebelión es ahora, se concreta en este instante; el producir de la revolución es para un horizonte o un mañana siempre aplazado, que nunca llega, pero esperado al igual o con la misma fe que la parusía cristiana. El rebelde, por el contrario, dice hoy, aquí, donde yo estoy; el revolucionario dice espera, desciende más y más, no tú sino ellos, los del mañana.
Camus pasa revista a los héroes insurrectos en la historia, verdaderos fetiches de distintas calidades y efectividad: Sade, el de la “rebeldía absoluta”, para quien Dios es “una divinidad criminal que aplasta al hombre”; al héroe romántico lo califica de “fatal” porque confunde el bien y el mal, prescinde de juicios de valor, se adhiere a la arcaica veta demoníaca del artista; al “mí mismo”, “mi poder”, de Max Stirner, autorizado “A todo aquello de que soy capaz”; Nietzsche, el nihilista más agudo que hizo “insoportable la situación para el hombre de su época”, autor del Discurso del método de su tiempo en la variante de la negación metódica (anota el gozo de Nietzsche por la frase de Stendhal: “La única excusa de Dios es que no existe”). Hasta la detención en ese poeta de mente anfibia que es el primero que enciende la polémica pública de proporciones con Camus: Lautréamont.
La sección “Lautréamont y la banalidad” Camus la publica antes de la edición-libro en Les Cahiers du Sud (nº 307, revista de Marsella), y provoca la indignación de Breton, quien, a fin de cuentas, es el del soplo a las criaturas surrealistas, todas a su cargo de por vida.
Lautréamont es la maldad misma y Maldoror la asquerosidad personificada: cuerpo de costras y pus roído por piojos. Lautréamont es uno de los pilares del surrealismo en tanto dispone un silabario que enseña a hablar y a escribir en surrealista a la descendencia poética. ¿Quién, sino él se había dado a la tarea ciclópea de escribir para buscar en la misma escritura una lengua que yacía desfallecida, inane, sin señal de voz, para rearmarla nuevamente y regalarla a la locución? ¿Esto no le daba un sitial, acaso?
Camus, siguiendo otros caminos de lectura, lo degrada y empequeñece hasta lo risible. Escribe: “Se comprende con Lautréamont que la rebelión es adolescente. Nuestros grandes terroristas de la bomba y de la poesía salen apenas de la infancia”; “Los cantos de Maldoror son el libro de un colegial casi genial”.
La estacada final se la da al rinolofo horripilante con un cambio de signo devastador para el status subversivo del poeta en prosa: “Lautréamont, considerado comúnmente como el cantor de la rebelión pura, anuncia, por el contrario, el entusiasmo por la servidumbre intelectual que prospera en nuestro mundo”. ¿Se podía decir algo más provocador y blasfemo? El ídolo era una superchería y había sido impugnado. Pero no solo él. ¿No se aludía, acaso, al propio movimiento surrealista y al papel dado al rioplatense y al lugar en que se exhibía a Lautréamont?
El pope Breton no tarda en reaccionar desatando una seguidilla de réplicas, dúplicas y tríplicas que no decaen en descalificaciones, argumentos e ironías. El clima se va encanallando: a Camus lo dejan de saludar, cruzan la calle, no llegan los amigos a la cita del café de costumbre, le envían cartas privadas de condena, se mal rumorea a su paso. Por mientras, El hombre rebelde –escrito durante unos cuatro años– corre de mano en mano y no pocos lo catalogan como el libro más importante desde el fin de la guerra.
Una polémica histórica se ha desatado.
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