La experiencia nos enseña que quienes se vanaglorian de basar su actuar en principios éticos y morales suelen estrellarse contra una realidad que pronto los sobrepasa. La superioridad que anteponen para diferenciarse de sus adversarios es una falacia para crédulos, una impostura que no resiste al tiempo, una suerte de escupo hacia el cielo que, al devolverse, les da de lleno en el rostro. Ya lo han sufrido en carne propia; lo hemos visto, y la gente ha sabido tomar nota y distancia.
En este espacio impreciso que llamamos Occidente, encontramos visiones y expresiones socioculturales que algunos califican de postmodernas. Estas surgen en un contexto de descolonización y se caracterizan por su alto grado de individualismo y subjetivismo. Cuestionan, o bien relativizan, teorías o doctrinas que luego desglosan al extremo, para terminar por descalificarlas. Lo individual se impone; mientras lo colectivo se hace añicos.
La revisión compulsiva de la historia, la negación de la autoridad, la impugnación de la ciencia y lo sacro forman parte de este rocambolesco fenómeno contemporáneo.
Otra de sus características es anteponer siempre la duda acerca de los acontecimientos históricos y sus múltiples relatos. Esto podría resultar hasta loable si esa duda estuviera acompañada de elementos de reflexión que superaran la simple convicción. Bienvenida la duda, generadora de contradicciones y de la síntesis que las va sobrepasando —podríamos decir—.
Sin embargo, somos circunspectos al saber que la duda permanente inhibe, paraliza y conduce al nihilismo. Y eso es lo que observamos a menudo en estos grupos que buscan denunciarlo todo antes de destruirlo, a veces con la pretensión de refundarlo.
Durante los últimos años, en ciertos sectores intelectuales, se ha puesto en boga el término “woke” para caracterizar este tipo de expresiones. No se trata de movimientos estructurados ni de grupos de acción, sino de un componente del posmodernismo creado por las élites universitarias, que se desarrolla en una suerte de burbuja y se transmite por medio de publicaciones, charlas y debates.
En Occidente, el fracaso de los gobiernos y partidos de izquierda —sean estos marxistas-leninistas soviéticos, maoístas, norcoreanos, de caudillos criollos, etc.—, incluida la socialdemocracia en algunos casos, ha provocado que una parte de la juventud adhiera a estas tesis postmodernas. A menudo alejadas de los fenómenos sociales, estas ponen énfasis en las identidades. Las sociedades serían una suma de individuos o, a lo más, agrupamientos tribales entre afines.
Esta ideología es hoy el fundamento de varios movimientos políticos, algunos con representación institucional y que, por añadidura, ha permeado hacia la sociedad en su conjunto. En España y Chile, por ejemplo, han llegado a formar parte de coaliciones de gobierno, irradiando sus ideas a sectores más amplios de la izquierda.
En este contexto, lo menos que podríamos decir es que el postmodernismo ha complejizado la comprensión que teníamos acerca de nosotros mismos, abriendo nuevos paradigmas.
El “woke” actual
Como sabemos, la problemática social ha sido durante siglos el fundamento de partidos y movimientos políticos, principalmente de aquellos que se sitúan a la izquierda. A este componente se suman las reivindicaciones y luchas de los trabajadores y el sentido colectivo y solidario de su épica popular. Y tal vez sea este el punto de inflexión que separa a la nueva izquierda de aquella que alguna vez gobernó en Chile y en otros países.
Hoy nos encontramos a años luz de las premisas que afirmaban que la clase obrera y sus conquistas sociales eran representadas por la izquierda, y que la oligarquía, con su poder y privilegios, era representada por la derecha. Una manifestación caricatural de una lucha de clases interpretada en vulgata, que constituyó el eje de nuestra política durante más de un siglo.
Sabemos que son numerosos los jóvenes de las clases acomodadas que profesan ese “progresismo” postmoderno, en el que hasta el concepto mismo de pueblo ha ido quedando rezagado, mientras la evolución de los empleos y puestos de trabajo ha hecho prácticamente desaparecer los “intereses de clase”.
En muchas ocasiones, son los obreros sin cualificación, campesinos, jubilados e informales pobres… quienes se reconocen en la derecha más extrema. Francia, Italia, Hungría, Eslovaquia, Estados Unidos y, recientemente, Holanda son ejemplos significativos.
Así, en las actuales luchas sociales de los sectores afectados por las crisis del “Estado de bienestar”, los movimientos de izquierda tienen dificultades para encontrar un espacio.
El camino societal
Teniendo en consideración el agotamiento y la crisis de legitimidad, no solo de los partidos de la izquierda tradicional, sino también de sindicatos y amplios sectores de la sociedad civil, junto a la relegación de la problemática social, el “woke” se ha posicionado en una vía alternativa.
Con postulados que privilegian lo “ético” por sobre lo político, buscan diferenciarse de una izquierda envejecida. La discriminación racial, étnica, de género, social, urbana… se transforma en la generadora de una nueva visión, carente, sin embargo, de un relato global.
Marginándose de lo social, su opción política pasa a ser societal. Centrada exclusivamente en el presente, sin fundamentos históricos ni filosóficos sólidos que la sustenten, esta aparece fragmentada, subjetiva y, a menudo, “culpabilizante” para el opresor real o imaginario.
Al interpelar permanentemente a las instituciones y a quienes han sido protagonistas en la historia, culpabilizándolos de las discriminaciones sufridas, esta postura implica la denuncia al opresor y un fuerte resentimiento. Las identidades tribales estarían llamadas a revelarse para derrumbar un “sistema” que, por su naturaleza, las oprimiría.
La ideología societal y las acciones que conlleva ocupan hoy los espacios dejados por una izquierda democrática desgastada y ausente. Cada vez más, los grupos étnicos, feministas, animalistas, LGTB+ con todas sus variantes, el territorio y hasta el barrio al que se pertenece… han pasado a ocupar el lugar de los trabajadores, los pobres, la nación, el pueblo… Al observar las consignas expresadas en las manifestaciones, los símbolos y banderas enarboladas por sus militantes, los disfraces y bailes, las redes sociales, su lenguaje y aquel relato de extrema pobreza que conlleva, constatamos que es otra la izquierda emergente.
La experiencia nos enseña que quienes se vanaglorian de basar su actuar en principios éticos y morales suelen estrellarse contra una realidad que pronto los sobrepasa. La superioridad que anteponen para diferenciarse de sus adversarios es una falacia para crédulos, una impostura que no resiste al tiempo, una suerte de escupo hacia el cielo que, al devolverse, les da de lleno en el rostro. Ya lo han sufrido en carne propia; lo hemos visto, y la gente ha sabido tomar nota y distancia.
Los códigos de la política no solo excluyen la pureza, sino que también privilegian el realismo y la responsabilidad de gobernar. Entendemos que, perteneciendo a un país de geografía extraña y diversa, no somos una suma de identidades que conviven, sino una nación relativamente homogénea que comparte intereses y perspectivas de futuro.
Después de varios fracasos sufridos durante su corta existencia, hay sectores de esta izquierda que parecen adoptar una cierta humildad. Sin embargo, durante esta campaña electoral que concluye, otros nos demuestran cada día lo contrario. Lamentablemente, estos son los que tienen bien sujeta la sartén por el mango.
Una nueva derrota electoral de la izquierda —la que, de producirse, será esencialmente cultural— conllevará necesariamente un cambio de paradigma. Ojalá sea para bien.
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