En una discusión de derechos, mirar los datos es indispensable, pero no basta: las políticas deben justificarse también en principios normativos.

En Chile se discute nuevamente, bajo el Boletín N.º7736-11, un proyecto de ley de eutanasia que el Ejecutivo ha perfeccionado incorporando filtros, salvaguardas y garantías inéditas. La eutanasia, sin embargo, sigue siendo un asunto que exige algo más que consignas o miedos: requiere un examen serio sobre cómo el derecho puede acompañar la fragilidad humana sin negar la autonomía personal.

En ese contexto, la columna “Diez razones contra la eutanasia” de Manfred Svensson, ha tenido amplia circulación y merece una lectura cuidadosa.

Mi propósito aquí no es defender ese proyecto en particular, sino algo previo y más básico: que un debate tan delicado se dé con rigor y buena fe, leyendo al “otro” en su mejor versión, como recomendaba John Rawls. En ese espíritu, reconoceré primero las preocupaciones legítimas que el texto expresa y, luego, examinaré y refutaré sus premisas y conclusiones, mostrando por qué no describen correctamente ni el problema ni la solución que hoy Chile discute.

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Diez razones contra la eutanasia Miércoles 10 Septiembre, 2025 | 13:31

Categorías distintas

Desde el inicio, Svensson confunde categorías distintas —eutanasia, suicidio médicamente asistido, limitación de tratamientos, sedación paliativa— y traslada ejemplos de Canadá, Reino Unido y Oregón como si fueran idénticos.

Su premisa es que estamos ante un “derecho general al suicidio” y un aparato estatal que valida la pérdida de sentido de la vida. Pero el proyecto chileno define con precisión lo contrario: enfermedad terminal e incurable, solicitud expresa y revocable de un mayor de edad en uso de sus facultades mentales, procedimiento médico reconocido y manifestación de voluntad por escritura pública ante notario y testigos. Incluso tipifica sanciones específicas para quien engañe o coaccione a otro o para el facultativo que actúe sabiendo que la autorización fue revocada.

No estamos, pues, ante campañas de marketing ni ante un suicidio asistido masivo; sino ante un mecanismo excepcional y reglado para situaciones extremas de sufrimiento. Esa diferencia no es un tecnicismo: es la frontera entre la caricatura de un “derecho general al suicidio” y una institución jurídica excepcional.

El falso dilema de la pendiente resbaladiza

El segundo problema —el falso dilema de la pendiente resbaladiza— es, en realidad, una consecuencia de esa asimilación inicial del proyecto chileno a un supuesto “derecho general al suicidio”. A partir de esa premisa equivocada, Svensson deduce que cualquier límite sería arbitrario o conduciría inevitablemente a expansiones ilimitadas. Pero el derecho funciona precisamente estableciendo líneas razonables y revisables: edad penal, plazos de prescripción, estándares de responsabilidad.

En tal sentido, Oregón lleva más de veinticinco años con un marco estable que no se ha deslizado a incluir menores ni casos no terminales. Canadá, lejos de liberalizar sin freno, postergó hasta 2027 la entrada en vigor de la causal de salud mental.

Hablar de expansión ilimitada es, así, más una alarma retórica derivada de esa comprensión equivocada que un diagnóstico basado en la experiencia comparada.

Prevención del suicidio y eutanasia

Un tercer argumento que Svensson construye a partir de esa premisa equivocada es el supuesto conflicto entre la prevención del suicidio y la oferta de eutanasia. Si se parte de la idea de que el proyecto equivale a un “derecho general al suicidio”, entonces parecería incoherente que el Estado busque prevenir suicidios mientras facilita otros.

Pero ese razonamiento confunde fenómenos distintos: el suicidio impulsivo es objeto de prevención, mientras que la asistencia médica para morir exige diagnósticos, doble evaluación, plazos de reflexión y controles externos. La evidencia empírica sobre el vínculo entre eutanasia y aumento de suicidios no asistidos es, además, mixta: algunos estudios sugieren correlación, otros no confirman un efecto sistemático.

De ahí que sea un error lógico deducir una incompatibilidad necesaria a partir de ejemplos anecdóticos, como una campaña publicitaria en el metro de Londres o una línea telefónica en Canadá.

Más allá de esa premisa inicial, Svensson añade una preocupación distinta: que la mera existencia de la ley cree presiones implícitas sobre quienes se sienten una carga para sus familias. Es cierto que en Oregón cerca del 40 % menciona esa razón en su solicitud, pero el autor omite que más del 90 % invoca pérdida de autonomía y de actividades valiosas. Una motivación reportada no equivale a coacción externa.

Precisamente, para excluir influencias indebidas, los sistemas prevén evaluaciones de capacidad, entrevistas independientes y períodos de reflexión. La respuesta, por tanto, no es clausurar la opción, sino reforzar los apoyos sociales y los cuidados paliativos, algo que el proyecto chileno contempla al establecer una comisión previa que revisa cada caso.

Objeción de conciencia

Otra objeción que introduce Svensson —ya fuera de la premisa del “derecho general al suicidio”— es que la eutanasia contradiría la historia terapéutica de la medicina. Pero la profesión médica no es monolítica: en Reino Unido los paliativistas se han opuesto en su mayoría, sí, pero la Asociación Médica Británica optó por la neutralidad; y en los países donde la eutanasia es legal existen equipos especializados y cláusulas de objeción de conciencia.

El proyecto chileno respeta esa diversidad, garantizando que ningún profesional se vea obligado a participar en un procedimiento contra sus convicciones.

También incorpora analogías y ejemplos que poco aportan: comparar la eutanasia con cirugías de transición de género es un salto lógico que mezcla poblaciones y problemas normativos distintos; y señalar que en Ontario hubo 428 incumplimientos de protocolo prueba la necesidad de auditorías y sanciones, no la inviabilidad del modelo. Como en todo ámbito regulado, los abusos deben corregirse, no convertirse en argumento para prohibir la institución completa.

Cuidados paliativos

Otro punto débil es la tesis sobre los cuidados paliativos. Según Svensson, los países sin eutanasia triplican la oferta de paliativos. Pero, nuevamente, los datos muestran una realidad más matizada: Bélgica y Países Bajos —que permiten eutanasia— exhiben también altos estándares de paliación, y en Bélgica la mayoría de solicitantes ya estaba bajo cuidados paliativos.

La supuesta sustitución entre paliativos y eutanasia no es un hecho comprobado, sino una hipótesis discutible. Lo relevante para Chile es diseñar la ley de manera que el acceso a la eutanasia no implique menos paliativos, sino más: un fortalecimiento conjunto de ambos caminos.

Finalmente, la columna concluye que un Estado que ofrece eutanasia “modifica la relación” con sus ciudadanos e “introduce presiones”. Es una especulación normativa, plausible como preocupación, pero sin respaldo empírico. Un Estado también puede ampliar opciones sin imponerlas, reforzando apoyos y salvaguardas para que la decisión sea libre. Las indicaciones del Ejecutivo justamente avanzan en esa dirección: comisión previa de evaluación, protocolos reforzados, objeción de conciencia para profesionales y sanciones al abuso.

Autonomía y marco legal

En el fondo, todos estos argumentos remiten a una misma cuestión: la noción de autonomía que subyace a la columna. Svensson la presenta implícitamente como algo tan frágil que el Estado debe proteger incluso de sí misma evitando ofrecer ciertas opciones; de ahí sus temores sobre pendientes resbaladizas, presiones y cambios en el ethos médico.

Pero a lo largo del texto dispara cifras y ejemplos de distintos países para desincentivar la regulación de la eutanasia, mientras ofrece muy pocos argumentos para fundamentar, de manera explícita, por qué su concepción de la autonomía debería prevalecer sobre otras igualmente plausibles.

En una discusión de derechos, mirar los datos es indispensable, pero no basta: las políticas deben justificarse también en principios normativos. El proyecto chileno parte de una noción distinta: la autonomía como capacidad de decidir aun en la fragilidad, que puede ser resguardada mediante procedimientos estrictos, evaluaciones, apoyos y salvaguardas.

Ese es, en realidad, el debate de fondo: no si existen riesgos —porque los hay en cualquier política—, sino qué concepto de autonomía debe guiar la respuesta estatal ante el sufrimiento extremo. La verdadera compasión no consiste en caricaturizar la decisión ajena, sino en construir reglas que la hagan posible sin vulnerar a nadie.