Diciembre no solo trae luces, pan de pascua, cola de mono y fotos familiares: también despierta el cansancio profundo que venimos arrastrando todo el año. Ese agotamiento que no se pasa durmiendo, que erosiona vínculos y vuelve la Navidad un espejo incómodo de lo que sentimos, sostenemos y callamos.

En diciembre no se está solo cansado: se está exhausto desde el alma hacia afuera. Es un desgaste silencioso, denso, que no mejora con ocho horas de sueño ni con vitaminas efervescentes de naranja. No nace del trabajo ni de las obligaciones cotidianas, sino de todo lo que fuiste conteniendo sin procesar: conversaciones postergadas, emociones guardadas, duelos sin nombre, miedos que empujaste para después porque “no era el momento”.

El cansancio emocional se siente en el cuerpo antes que en las palabras. Un peso tibio en el pecho, una respiración corta, una mente que avanza lento, una piel que reacciona ante cualquier cosa. Los ojos siguen funcionando, sí, pero con una luz más tenue. Y uno empieza a notarlo en detalles mínimos: el suspiro antes de responder un mensaje, la irritabilidad sin causa aparente, la sensibilidad exagerada, esa energía que se acaba apenas comienza el día.

Hasta que un momento aparentemente insignificante lo delata todo: esa mañana en que prendes el árbol y te descubres sonriendo solo con la boca, porque el cuerpo ya no acompaña. Diciembre tiene esa habilidad: ilumina por fuera mientras atenúa lo que pasa adentro.

La Navidad no crea el cansancio: lo revela. Y lo amplifica. Hace visible lo que dormía: lo que dolió, lo que quedó pendiente, lo que sostuviste más de la cuenta, lo que intentaste ignorar. Te exige una energía emocional que simplemente ya no tienes. Pide buena cara en las fotos, ánimo en las reuniones, paciencia para la familia, creatividad para los regalos y disponibilidad para conversaciones que nunca fueron fáciles. Todo justo cuando queda menos de ti.

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Este agotamiento tiene raíces profundas. Pasaste meses conteniendo emociones sin espacio para elaborarlas: preocupación, rabia, miedo, pérdidas, decepción. El cuerpo las guarda en la musculatura, en la respiración apretada, en la alerta interna que parece nunca apagarse.

Muchos crecieron siendo el sostén emocional de otros: mediando conflictos, calmando tensiones, cuidando en silencio. Ese rol aprendido reaparece en diciembre, cuando la vida parece pedir más de lo que una puede dar. Y la Navidad, con su ritual de cierre emocional, abre cajones que preferirías mantener cerrados: quién estuvo, quién faltó, lo que hiciste sola, lo que callaste para no romper la armonía.

El cansancio también se filtra en los vínculos. No es falta de amor: es falta de energía para expresarlo. Uno quiere, pero no alcanza. Se conversa, pero sin profundidad. Se está, pero desde lejos. Y quienes te rodean lo notan sin comprenderlo.

La pareja percibe el tono distinto, la risa que llega más tarde, el silencio que ya no es descanso compartido, sino distancia. Preguntan si pasa algo, y esa pregunta pesa más, porque ojalá pudieras explicarlo con claridad. Pero el cansancio no se explica: se siente. Tú buscas un espacio interno donde respirar, y ellos sienten que los estás dejando afuera. Uno intenta repararse, el otro interpreta abandono. Diciembre tiñe de intensidad incluso lo que no es drama.

La familia también ve algo, aunque no entienda qué. “Te noto más seria”, “¿estás preocupada?”, “te veo apagada”. Cada comentario cae como un recordatorio de que no estás rindiendo emocionalmente como siempre.

Los hijos, especialmente, perciben el clima antes que las palabras. No pueden describirlo, pero sienten tu energía baja: en que no te ríes tan rápido, en que respondes más lento, en que el abrazo llega un segundo después. No tienen lenguaje técnico, pero entienden la vibración emocional del hogar. Y a veces, sin querer, intentan compensar: se portan mejor, hacen menos ruido, se vuelven más independientes. No porque no necesiten, sino porque te sienten cansada. Pareciera una ayuda, pero también duele: una quisiera no transmitirles un peso emocional que ni siquiera se ha atrevido a nombrar.

Para los demás —amigas, padres, hermanos— tu cansancio se traduce en menos disponibilidad, menos ganas, menos conversación. No saben que adentro estás sosteniéndote con las uñas. No ven el esfuerzo que implica no derrumbarte en un mes que insiste en pedir alegría. El agotamiento emocional tiene esa ironía dolorosa: por dentro se siente enorme, por fuera se interpreta como algo pequeño.

Y mientras todo esto ocurre alrededor, por dentro el cansancio se vive como una experiencia física y afectiva entrelazada: pesa en los hombros, enturbia los pensamientos, achica la respiración, borra la claridad. Es como caminar con un abrigo mojado. Como una nostalgia tibia que no alcanza a ser llanto. Como mirarte en una foto familiar y no reconocer tu propia expresión.

Y entonces surge la pregunta que rara vez nos damos permiso de responder: ¿cuándo descansaste de verdad? No cuándo dormiste, sino cuándo soltaste lo que llevabas dentro.

¿Qué hacer cuando diciembre te encuentra así?

Nada milagroso, pero sí profundamente humano.

Nombrarlo: reconocer el cansancio baja la culpa y abre espacio para pedir ayuda.

Simplificar la Navidad: no necesitas cumplir expectativas ajenas para que tenga sentido.

Pausar sin justificarte: el descanso emocional no es lujo, es reparación.

Elegir dónde poner la poca energía que queda: no todo merece tu presencia.

Crear refugios pequeños: diez minutos a solas, una caminata breve, una conversación honesta, un espacio terapéutico.

Y sobre todo, recordar que no estás fallando: estás llegando al final de un año desafiante, como cualquiera que siente, sostiene y ama con el cuerpo entero.

La verdad es simple y brutal: el cansancio emocional es el cuerpo diciendo lo que tú decidiste callar. No pide fortaleza ni rendimiento. Pide algo muchísimo más humano: parar. Pausar sin culpa. Soltar el rol de sostén. Recordar que mereces descanso, no solo responsabilidad.

Y si existe un acto verdaderamente rebelde en Navidad —en un mes que exige funcionar, sonreír y celebrar sin pausa— es este: permitirte descansar para que el amor vuelva a respirar. Ese es, quizás, el regalo más honesto que puedes darte este año.

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