Donald Trump se ha vuelto a superar. Como un chef que cocina con dinamita, ha metido al cobre chileno en su receta explosiva de nacionalismo económico, declarando un arancel del 50% sobre su importación. Lo que parece un gesto de fuerza es, en realidad, una obra maestra del autoengaño geopolítico: castigar a un aliado estratégico mientras se pavimenta—“sin querer queriendo” dirían en México—el camino dorado para China.

Sí, ese mismo cobre que alimenta los autos eléctricos, las redes de transmisión y la transición energética mundial. El mismo que convierte a Chile en un socio indispensable para cualquier país que se tome en serio el futuro.

Pero Donald Trump, con su manual de economía del siglo XIX bajo el brazo, decide arancelar como si estuviera protegiendo algodón. El problema es que este no es un producto sustituible a corto plazo: es el alma de la electrificación global.

Lo más fascinante—y trágico, si uno cree en las alianzas a largo plazo—es que esta guerra arancelaria no solo afecta a Chile. Afecta al propio Estados Unidos, que depende de ese cobre refinado para industrias críticas.

Pero la lógica es clara: Trump no gobierna para la cadena productiva global, sino para los titulares locales. Y mientras tanto, los inversionistas mineros celebran como si acabaran de encontrar una beta virgen en Arizona (acciones mineras subieron tras el anuncio).

Aranceles al cobre: ¿Quién gana?

Mientras Estados Unidos se pelea con sus proveedores, China avanza con su diplomacia de los recursos. Firma acuerdos, ofrece financiamiento, y —por supuesto— compra cobre con una sonrisa de panda. Es el arte de la paciencia asiática versus la furia norteamericana. Uno construye, el otro tuitea. En esta batalla, el gigante asiático juega ajedrez mientras Washington lanza dados.

Chile, por su parte, se debate entre la prudencia diplomática y el pragmatismo comercial. Y es que no se trata solo de una medida económica: es un mensaje político. Un recordatorio de que, en la guerra comercial, la ideología pesa más que la estrategia.

Lo irónico es que Estados Unidos necesita más cobre, no menos. Su transición energética, su competencia con China en baterías y su apuesta por la movilidad eléctrica demandarán más de 1,5 millones de toneladas métricas adicionales por año hacia 2030, según Bloomberg.

La electrificación de su economía, los planes de infraestructura y la competencia con China en tecnología verde requieren toneladas del metal rojo. Pero en lugar de fortalecer la relación con su proveedor más estable, decide ponerle un precio punitivo a la cooperación.

Entonces, la gran pregunta no es si Chile se irá con China; es si Estados Unidos está dispuesto a dejarlo ir.

El mundo no espera, los mercados tampoco

Mientras Trump construye muros arancelarios, otros tienden puentes. Y en esa carrera, la verdadera disputa no está en quién produce más, sino en quién entiende mejor el juego.

Por ahora, la balanza no se inclina hacia Washington. Se inclina hacia donde siempre se ha movido el poder en silencio: al Oriente. Porque cuando uno dispara contra sus socios, no gana influencia. Gana soledad. Y China, como buen estratega, lo sabe mejor que nadie.