La estrategia estadounidense confirma que la etapa del orden mundial sostenido por Washington ha terminado. En el mundo que emerge —más competitivo, más fragmentado y más centrado en intereses nacionales— Chile debe actuar con prudencia, visión y claridad estratégica.
La nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos representa un giro profundo en la manera en que la principal potencia del mundo entiende su rol internacional y obliga a países como el nuestro, a examinar con rigor sus implicancias.
Washington anuncia que concentrará sus esfuerzos en la defensa de supuestos como la soberanía, la seguridad interna, la reindustrialización, el control fronterizo y afirma que el hemisferio occidental será su entorno estratégico prioritario.
Este reacomodo supone abandonar el compromiso global automático y redefinir la acción exterior estadounidense bajo una lógica donde la intervención sólo se justifica cuando están en juego dichos intereses esenciales. Con ello, se cierra el ciclo del internacionalismo liberal y se reinstala, sin ambigüedades, un realismo geopolítico y geoeconómico más crudo.
Europa
Uno de los elementos más disruptivos del documento es su diagnóstico sobre Europa, descrita como un continente en declive demográfico, cultural, económico y político. Washington advierte que, de mantenerse las tendencias actuales, Europa podría ser irreconocible en menos de dos décadas, debilitando su capacidad económica y militar y, en consecuencia, su confiabilidad como aliada.
Ante este escenario, Estados Unidos afirma que ya no puede sostener indefinidamente la seguridad europea y exige que el Viejo Continente asuma el peso principal de su propia defensa.
El texto cuestiona la expansión de la OTAN, reconoce de facto la presión rusa y propone una Europa menos integrada, articulada como un mosaico de Estados soberanos capaces de cooperar bilateral o regionalmente. Ello anticipa un rol reducido para la Unión Europea y un refuerzo de relaciones directas con los países del centro, este y sur del continente más receptivos a estándares regulatorios favorables a la industria estadounidense.
Zonas de influencia
Pero el giro más profundo se expresa en el retorno explícito a la división del mundo en zonas de influencia. La estrategia revive la lógica de la Doctrina Monroe y adelanta que Estados Unidos reorientará recursos políticos, económicos y militares desde Europa, Medio Oriente y Asia hacia América Latina, el Caribe y el Pacífico cercano.
El objetivo es consolidar su predominio regional, asegurar el control de rutas logísticas, puertos estratégicos, zonas marítimas sensibles, corredores comerciales y recursos naturales críticos indispensables para su autonomía industrial.
La migración irregular, el narcotráfico y el crimen organizado son catalogados como amenazas directas a la seguridad nacional, anticipando presiones crecientes sobre regímenes que han estimulado flujos masivos de personas y sobre dinámicas regionales que han generado uno de los mayores desplazamientos poblacionales contemporáneos.
A ello se suma un reajuste permanente de la presencia militar estadounidense en el hemisferio y una vigilancia reforzada sobre países que profundicen vínculos estratégicos con China o Rusia.
Para América Latina, este reordenamiento representa un desafío mayor, tanto por las oportunidades como por los riesgos que conlleva. Puede abrir espacios para inversión, acceso a tecnología, cooperación en seguridad y mayor participación en cadenas logísticas globales, pero también puede traducirse en presiones políticas, condicionamientos internos, restricciones a la autonomía y nuevas formas de injerencia indirecta.
Chile
Washington busca asegurar acceso preferente a minerales críticos, energía y rutas marítimas estratégicas, pilares de su reindustrialización. Los países que se alineen con dichos objetivos serán considerados socios prioritarios; aquellos que apuesten por vínculos intensos con potencias extrarregionales enfrentarán creciente desconfianza.
En este contexto, Chile debe revisar su política exterior con una mirada estratégica y de largo plazo, superando las métricas que han predominado en las últimas décadas y evaluando con realismo nuestras capacidades políticas y su alcance en el nuevo entorno global.
Nuestro país posee activos geopolíticos singulares: una proyección bioceánica hacia (y desde) el Pacífico y el océano Austral, el control del Estrecho de Magallanes y del Mar de Drake, una cercanía única con la Antártica, abundantes recursos pesqueros esenciales para un mundo que envejece, minerales críticos claves para la transición energética, estabilidad institucional (y cohesión social) destacada en la región y un rol natural como salida al Océano Pacífico de la minería andina argentina y boliviana.
Articulados estratégicamente, estos elementos otorgan a la política exterior chilena un volumen y densidad excepcionales en un escenario donde la geopolítica y la geoeconomía vuelven a ser determinantes. El desafío es no solo reconocer este potencial, sino traducirlo en decisiones coherentes y sostenidas.
Aprovechar este escenario exige fortalecer la autonomía estratégica, actualizar la prospectiva territorial como fundamento de la acción exterior, adoptar un multilateralismo eficaz —no meramente declarativo y burocrático —, evaluar la pertinencia de ciertas plataformas multilaterales, reforzar la cooperación en seguridad marítima, ciberdelito y crimen organizado, y promover equilibrios en el Cono Sur que resguarden la estabilidad vecinal.
Estados Unidos es y seguirá siendo un país con el cual compartimos valores fundamentales en materia de derechos humanos como también intereses económicos y estratégicos. Ello no obsta a que Chile deba consolidar su inserción en Asia/Pacífico y abordar la India con decisión, fortaleciendo nuestra embajada y las oficinas consulares en ese país, recurriendo a embajadas concurrentes en otros destinos.
India es nuestro próximo destino y debemos acompañar a este gigante en su proceso de crecimiento. Mal haríamos, con todo, si la aproximación a uno fuera a desmedro del otro. En ese sentido, debemos seguir consolidando una relación transparente con China, principal destinatario de nuestras exportaciones, impulsando aquellas iniciativas de soporte de un orden internacional basado en reglas.
Estos objetivos requieren robustez política, continuidad, sentido de Estado y una comprensión honesta de nuestras fortalezas, debilidades y del reordenamiento geopolítico en curso.
La estrategia estadounidense confirma que la etapa del orden mundial sostenido por Washington ha terminado. En el mundo que emerge —más competitivo, más fragmentado y más centrado en intereses nacionales— Chile debe actuar con prudencia, visión y claridad estratégica. No hacerlo sería desperdiciar las oportunidades que su geografía e institucionalidad ofrecen y quedar a merced de un reacomodo mundial donde los países sin rumbo propio inevitablemente terminan subordinados a los intereses de otros.
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