No tengo idea cómo ni dónde me contagié, pero a fines de mayo contraje el dichoso coronavirus.

Comencé a sentirme mal el miércoles 20, cuando pedí permiso para dejar el trabajo a mediodía porque no me sentía en condiciones de seguir. Me faltaba energía, sentía el pecho agitado y comenzaba a dolerme cada vez más la garganta.

Desde luego, aquella era mi “infección Nº54” de coronavirus desde que comenzó esta crisis. La sugestión es fuerte, así que no dejaba de pensar si sería sólo una reacción producto del estrés, un simple resfriado o “ahora sí que sí“.

La primera rareza de la enfermedad quedó patente en sus altibajos. Había momentos en los que me sentía completamente sano, sólo para volver a desplomarme en la cama momentos después, presa de un malestar general.

La ansiedad era otra cosa. A medida que los síntomas progresaban y empezaba a tener molestias en el pecho, comencé a angustiarme. ¿Sería realmente coronavirus? Y si era así, ¿sería yo de las “gripecitas” de Bolsonaro o terminaría intubado? No me caracterizo por tener buenas defensas en el sistema respiratorio.

Temí mucho. Y más que por mí, por mi familia.

Ante la duda, el martes 26 tuve una consulta por telemedicina que fue una pérdida de tiempo y dinero. Cuando hablé con el médico no sentía ninguna molestia, y él tampoco se molestó en ahondar. “Llame de nuevo si se siente mal. Son 20 lucas“.

Curiosamente nunca tuve mucha tos ni fiebre. Tampoco grandes dolores de cabeza. Sufría “cuadros febriles” donde comenzaba a sudar y mojaba totalmente mi ropa, en un círculo vicioso de síntomas y ansiedad. Mi presión se mantenía alta, pero no a niveles de riesgo.

Nunca perdí del todo el olfato, como le pasa a mucha gente. En cambio tuve un síntoma muy curioso. ¿Alguna vez probaron a ponerse los contactos de una de esas pequeñas baterías cuadradas en la lengua? (sí, uno es muy tarado de niño). Mi lengua pasaba en un estado “electrificado”, con un cosquilleo que si bien no era doloroso, tampoco era agradable.

Aunque no tenía dificultad respiratoria, mis molestias en el tórax se convirtieron en dolores. Algunos como punzadas repentinas, otros como presiones constantes, y una sensación muy difícil de describir, similar a que parte de mi pecho “hirviera“.

Aquello fue una alarma. Mi padre consiguió que un amigo broncopulmonar me recibiera el jueves 28. Me hicieron una radiografía que mostraba una neumonía incipiente. Me diagnosticó una laringotraqueítis con micoplasma (una bacteria del pulmón).

No creo que sea coronavirus -me calmó el médico- pero mi opinión vale callampa porque este bicho es más maricón que la conchesumadre– dijo mientras me extendía la orden para el examen, además de un antibiótico.

Al día siguiente llegué al laboratorio Inmunomédica en Concepción para el test de Covid-19, donde me di cuenta de que los chilenos somos los idiotas perfectos. Aunque la zona de exámenes estaba aislada en un segundo piso al que sólo se llegaba por escalera, conté 16 personas hacinadas en un espacio típico de sala de espera.

“Si no tengo coronavirus, me lo voy a pegar acá”, me dije, saliendo a la antesala, donde me parapeté en una esquina sin tocar nada y casi tratando de contener la respiración.

Además de lo absurdo de las condiciones, vi a gente ir a tomarse el test acompañados (!?), y al menos a dos personas les valió la orden de usar las escaleras, y se metieron de todas formas en los ascensores para bajar… un piso. Por algo estamos como estamos.

El sábado 30, el virus tuvo la deferencia de dejarme pasar un cumpleaños relativamente tranquilo. Al día siguiente me cobró el favor atacando con fuerza. Era como un perro que te mordía a traición.

Me advirtieron que el resultado tardaba 48 horas, pero por sobrecarga de trabajo podía tomar hasta el martes 2 y así fue. Una persona de la Seremi me llamó para decirme que mi test había dado positivo. Estaba oficialmente en las estadísticas del Minsal.

Si bien esperaba el resultado, de todos modos me impactó oírlo. Avisamos a la administración del edificio donde vivimos para que tomaran los resguardos necesarios y nos encerramos.

Al día siguiente vinieron de la Seremi a hacerles el test a mi esposa y mi hija. Mi esposa había tenido algunas molestias y cuadros febriles hace unos días y mi hija no mostraba síntomas. Esperaba que eso fuera lo único por lo que tuvieran que pasar.

Para nuestra sorpresa, los test de ellas dieron negativo (aunque ya había sabido de casos donde un solo miembro de la familia se contagiaba). De todas formas quedaron en cuarentena junto conmigo hasta el 15 de este mes, y nos obligó a tomar precauciones para aislarme lo más posible dentro de nuestro departamento.

Debo agregar que la atención de la Seremi de Salud ha sido excelente en todo momento. Han sido diligentes, amables y preocupados. Llaman o vienen todos los días para saber si ellas han presentado síntomas. También vienen a diario a fiscalizar si estamos cumpliendo la cuarentena.

Por el contrario el Minsal, que es quien lleva mi caso por ser positivo, ha brillado por su ausencia*. Entiendo que estén sobreexigidos por la situación en Santiago, pero eso sólo evidencia que deberían descentralizar sus acciones.

(*Sé que suena raro: la Seremi es parte del Minsal, pero en la propia Seremi hicieron esa distinción cuando pedí ayuda. Imagino que la diferencia es la típica Santiago versus Regiones).

De ahí que el sábado, cuando amanecí más adolorido del pecho que de costumbre, me sintiera desorientado sobre qué hacer. Tras una larga serie de gestiones pues aunque no estaba grave no había forma de trasladarme sin hacer escándalo, una ambulancia vino a buscarme y me llevó al Hospital Regional de Concepción, donde me hicieron análisis de sangre y una radiografía.

Lo que me tocó ver y vivir allá… da para una segunda publicación. Por fortuna, los exámenes demostraron que no tenía nada para preocuparme, sino sólo las molestias propias del curso de la enfermedad.

Y aquí sigo. Hoy es el primer día en que estoy intentando volver a trabajar de forma gradual. Me gustaría decir que ya superé la enfermedad pero lo tomo con cautela. Ya pasé muchas frustraciones en los días anteriores subido involuntariamente a esta montaña rusa del terror.

Pero independiente de ello, sólo quiero agradecer de todo corazón a mi familia, mis padres, mis hermanos y amigos que estuvieron pendientes de mí en todo momento, listos para apoyar.

Es en estos tiempos de incertidumbre cuando resulta invaluable una red de apoyo social, que ni el distanciamiento puede quebrar.

Christian F. Leal Reyes
Director
BioBioChile