Fue hace unos días, en la entrada a un minimarket en el litoral central. Era uno de esos almacenes que quedan en el camino, cerca de las casas y los condominios playeros en cualquier rincón de la costa. De los que funcionan en especial los fines de semana largo y en vacaciones de invierno y de verano.

Iba a comprar agua y otras cosas que siempre se olvidan. Además, iba por el esencial pan amasado. Es un local que tiene desde sacos de leña a empanadas caseras; verduras y frutas, papel higiénico, lavaloza, detergentes y bebidas.

Me bajo del auto con mi hijo y un amigo de éste. Camino en dirección a la entrada y siento un ambiente extraño, algo que no era tensión, precisamente… sino una calma algo solemne.

Entonces veo un hombre que parece guardaespaldas. No de esos imponentes y prepotentes exmarines de Hollywood sino más bien de esos tipo camaleón, que buscan camuflarse para pasar desapercibidos entre los compradores. Se ven atléticos y relajados, como esperando algo, más que comprando.

Se podía adivinar a un segundo personaje, sobrepuesto en la escena por su inexcusable cara de aburrimiento. Es la cara patentada de algunos choferes. Este usaba ropa más formal, en tonos grises que hacía juego con su rostro.

Y allí, en línea recta hacia donde yo me dirigía, estaba ella, de perfil. De pie, en la parte exterior, entre el local y el lugar donde hacen y salen los pedidos de empanadas. Bajita, de formas redondeadas, sin aristas salientes, una visión cepillada y amable, esperaba que le trajeran su pedido. Sospecho, conociendo la producción del local, que pidió de mechada y queso camarón.

Vestía con ropa de color negro casual, incluidas las zapatillas y una mochila pequeña. No sé reconocer la ropa de marca o de calidad especial, si las prendas son caras, de valor medio o económicas. Puedo decir que era ropa sobria, nada pretenciosa y, a todas luces, muy cómoda.

Al acercarme se gira, me mira y, algo incómoda o indecisa, me saluda. No nos conocemos, pero ella no lo sabe. No puede estar segura. El suyo resulta ser un saludo neutro, de buena educación, cortés pero descomprometido. No puedo sacarme la sensación de que ella, Michelle Bachelet, no supo si saludarme como vecina fortuita -soltando su espíritu amable y bonachón, de mujer que le gusta pasarlo bien- o como expresidenta, exministra, exfuncionaria de la ONU, ex fisonomista, escrutadora de los miles de rostros que se han presentado alguna vez ante ella.

En ese saludo, sentí las tensiones y contradicciones que ella ha debido vivir. A esa gestualidad indecisa fue llevada por sus duras circunstancias de vida. Luchando, sin poder conciliar a la mujer común y a la autoridad. En nuestro mundo, esas son dos facetas que no conviven. No de buena forma o, al menos, no sin perturbaciones.

Después pensé que no era Michelle Bachelet, ni era su guardaespaldas, ni su chofer, sino su sombra, la doble de Michelle Bachelet, el doble de su guardaespaldas y el del chofer. Pensé que esa indecisión en el saludo pudo ser porque no supo, en el momento preciso de saludarme, si lo haría como ella en la vida real, como Michelle Bachelet relajada y bonachona o como la expresidenta y su larga cadena de personalidades funcionarias. Me causó una pequeña pena entender que ella nunca podrá liberarse de esa vacilación y me consolé dándome cuenta que, después de todo, esa inclinación a la duda es la que la hizo grande.

Cansado, opté por hacerme creer que solo fue mi imaginación. Una nueva aparición de los fantasmas que vagan en mi mente, melancólicos y amables, por las playas del litoral central.

Ezio Mosciatti
con aportes de Fernando B.