Con un solo mes de diferencia, hemos tenido una alerta de tsunami en diversas regiones de Chile producto de la erupción volcánica en Tonga, los incendios en el campamento Laguna Verde en Iquique, el incendio forestal en Castro, alerta preventiva ante aluviones en las regiones de Antofagasta y Atacama. Desastres que nos recuerdan que es vital planificar y dejar de construir viviendas, campamentos, escuelas e infraestructura crítica como hospitales, en zonas de riesgo.

Estas tragedias (no sólo) humanas nos recuerdan una vez más que los desastres, lejos de ser “naturales” o “accidentales”, son inherentemente sociales y políticos.

Vulnerabilidad

En Chile se ha registrado una histórica alza de familias que viven en campamentos, agudizada en los últimos años —entre otros factores— por la desigualdad territorial como expresión espacial del actual modelo de desarrollo: ese ha sido el verdadero desastre. Según el informe de TECHO Chile y Fundación Vivienda, publicado en marzo del año pasado, 81.643 familias viven en 969 campamentos en nuestro país; la cifra más alta desde 1996. El documento revela, además, que la falta de agua sigue siendo el principal factor crítico y que solo un 6,72% de estos campamentos cuenta disponibilidad formal al agua potable.

¿Cómo se enfrenta un incendio sin siquiera acceso a una red de abastecimiento hídrico? Han pasado 30 años del aluvión de Antofagasta ¿Cómo la ciudad aprendió de este desastre? Para el caso de colegios ¿Por qué la Municipalidad de Talcahuano quiere construir uno en Tumbes en el mismo lugar donde llegó el tsunami en el 2010?

Los desastres mencionados presentan un patrón común: la ocurrencia en poblaciones vulnerabilizadas y escenarios multiamenazas; condiciones que derivan en catástrofes que, dados el nivel de información y los conocimientos disponibles, resultan ser absolutamente previsibles. Las características físicas del lugar donde estaba emplazado el campamento Laguna Verde —muy similares a los cientos de asentamientos informales en Chile— hacían inviable el trabajo de bomberos; y eso se sabía de antemano.

Salvar vidas

La fórmula ideológica bajo la cual el Estado ‘privatizó’ y de cierta manera ‘institucionalizó’ el riesgo de desastres, ha dejado en la más absoluta exposición y abandono a cientos de comunidades locales, enfrentando un contexto de progresivo estrés de factores amenazantes —sequía, pandemia, aluviones, remoción en masa, olas de calor, desplanificación urbana, déficit urbano-habitacional, entre otros—.

Dicho paradigma evidentemente no se sostiene más. Sin embargo, cambiarlo no se trata solo de desplazar el enfoque de la gestión del desastre desde lo reactivo a lo preventivo, desde lo privado a lo colectivo. Se trata también de imprimir un carácter político de urgencia a un decidido abordaje integral y sistémico de gobernanza y educación para efectivamente reducir los riesgos, evitar desastres y salvar vidas. Sobre todo, porque las vidas más expuestas son aquellas más precarizadas por este modelo de maldesarrollo, destinadas a un ciclo de tragedia, lamento y olvido que no deja de reproducirse.

Nueva Constitución

Es por esto que resulta indispensable que la nueva Constitución consagre el derecho a vivir en territorios dignos, seguros y sostenibles; un desafío que se vuelve más urgente ante la emergencia climática cuyas consecuencias serán sin duda más recurrentes, de mayor intensidad y extensión. Que la nueva carta magna marque las coordenadas correctas para avanzar con memoria, educación, ciencia y conocimientos locales en la adaptación, prevención y mitigación de estos efectos puede, sin duda, salvar vidas.

Sin embargo, un gobierno decidido a encarar la complejidad de lo que esto significa no necesita esperar una nueva constitución ni acuerdos parlamentarios. Gestionar y ejecutar eficazmente, con voluntad política y énfasis territorial los recursos institucionales disponibles, es un buen comienzo para abandonar la escasa acción estatal, recomponer la relación con las comunidades locales, restituir su injerencia en la toma de decisiones y activar las sinergias entre actores involucrados. Porque así como los desastres son inherentemente políticos, la reducción de su riesgo también lo es. La hora de actuar llegó.

Patricio Mora, Camila Wirsching y Magdalena Radrigán,
Fundación Proyecta Memoria.
Andrés Pereira C., Investigador Adjunto CIGIDEN.