Catherine Parr fue la última esposa del rey Enrique VIII, pero lo que pasó con su cuerpo tras su muerte, sólo se puede calificar como "inhumano".

Catherine Parr tenía 30 años cuando se casó con el rey Enrique VIII. Mientras el monarca era su tercer marido, ella se convirtió en la sexta y última esposa para él.

Su matrimonio con Enrique fue el más tranquilo de todos los que había tenido el soberano, varios de los cuales terminaron con las esposas decapitadas. Catherine, sin embargo, era diferente. Cuando se convirtió en Reina consorte de Inglaterra e Irlanda, en 1543, ya había enviudado dos veces, además de tener intereses más intelectuales.

Su pensado y tranquilo actuar, le permitió ejercer una influencia positiva sobre el rey y su familia, creando una amistad con los tres hijos de su marido, enfocándose en su educación. Incluso hizo que las hijas de él, Mary y Elizabeth, volvieran a vivir con su padre y sus nombres a la línea de sucesión.

Una esposa erudita

No obstante, la historia apenas recuerda a Catherine Parr y cuando lo hace, lo hace sólo como la última esposa del rey, dedicaba a curar las heridas de su esposo, dejando de lado el hecho que era una de las mujeres más educadas y eruditas de su época.

Parr era una amante de las letras y muy amiga de los reformadores protestantes, de hecho, es la única esposa de Enrique VIII con un libro publicado.

La mujer, además, sabía de política y hacer lobby se le daba con facilidad. El rey confiaba tanto en ella, que incluso la dejó a cargo de su reino cuando viajó a Francia.

No obstante, Catherine Parr no pudo llevar el título por mucho tiempo. El rey murió tres años y medio después de su boda, convirtiéndose así en la única esposa que logró sobrevivir a Enrique VIII.

La hija del rey, Isabel -que posteriormente se convirtió en la reina Isabel I- admiraba la pasión de Catherine por el conocimiento y se convirtió en una inspiración para ella. De hecho, eran tan unidas que Parr tomó la custodia de la adolescente hija de Enrique y Ana Bolena.

Al morir su esposo, y a pesar de que él se aseguró de protegerla económicamente, la corte no la veía con buenos ojos, especialmente después de que se casara seis meses después con Thomas Seymour, su verdadero amor.

Pero no todo fue felicidad, ya que según historiadores, el hombre comenzó a mostrar demasiado interés en Isabel, quien finalmente debió dejar el hogar de Parr, aunque ellas nunca perdieron el contacto.

A los 35 años, en 1548, Catherine quedó embarazada por primera vez. Sin embargo, falleció el 5 de septiembre tras dar a luz, a causa de sepsis puerperal, aunque hay quienes creen que su esposo la envenenó para poder desposar a Isabel.

Thomas e Isabel jamás estuvieron juntos. El hombre, de hecho, fue decapitado un año después por traición y la única hija de la pareja quedó al cuidado de una amiga cercana de su madre.

El inpropio funeral de Catherine Parr

Parr fue enterrada el mismo día de su muerte en la capilla del castillo de Sudeley, “con una extraña prisa, privada de los rituales tradicionales propios de una mujer que una vez había sido reina de Inglaterra”, narró Daniella Novakovic, especialista de la Era Tudor, al portal inglés Historic.

El cuerpo de la Reina fue envuelto en tela encerada y amarrado firmemente con láminas de plomo. “A Catherine no se le permitió una efigie fúnebre, ni una procesión de dolientes, ni yació sentada rodeada de miles de velas de cera, como habían hecho sus predecesoras Catalina de Aragón y Juana Seymour (las otras esposas de Enrique VIII)”, agregó.

Un dibujo de 1782 que representa el ataúd de Parr.

Muchos pensarían que la historia de Catherine Parr termina ahí, pero la verdad es que lo ocurrido en los siguientes 300 años, fue mucho peor y más escalofriantes de lo que jamás hubiese pensado.

El horror tras la muerte de Catherine Parr

Con el paso de los años, el castillo de Sudeley pasó por diferentes dueños, e incluso durante la guerra civil, fue usado como base por el rey Carlos I. Debido a esto fue saqueado en 1643 y la capilla vandalizada, incluyendo la tumba de Parr.

Posterior a eso, el castillo, la capilla y la tumba fueron olvidados y se convirtieron en ruinas.

Años después, un anticuario logró descubrir la ubicación de la tumba de Catherine. Un miembro de la nobleza que arrendaba una casa en las cercanías del castillo, se enteró y decidió explorar el lugar.

“En el verano del año 1782 se removió la tierra en la que yacía la reina Catherine Parr, y a una profundidad de medio metro (o muy poco más) se encontró su ataúd de plomo”, se escribió en la revista académica Notes and Queries.

“El sr. Lucas tuvo la curiosidad de rasgar la parte superior del ataúd, esperando encontrar dentro de él sólo los huesos de la difunta, pero para su gran sorpresa encontró el cuerpo entero envuelto en sábanas de tela encerada, entero e incorrupto“, narraron.

“Su curiosidad injustificada le llevó a practicar una incisión a través del paño traslucido que cubría uno de los brazos del cadáver, cuya carne en ese momento estaba blanca y húmeda”, añadieron.

Como prueba para que le creyeran, el hombre cortó mechones de pelo de la Reina, un trozo de tela de su vestido, y hasta le sacó un diente.

Luego de eso, enterró nuevamente a la Reina, pero se corrió la voz de su historia y muchos quisieron visitar la tumba de Catherine Parr.

Un año después, un grupo de exploradores volvieron a desenterrar el cuerpo de Catherine, que esta vez sí comenzaba a expedir cierto hedor, y la parte donde Lucas había hecho un corte se encontraba en estado de “putrefacción a consecuencia de haber dejado entrar el aire”, según explicó Novakovic.

Los exploradores se fueron y cerraron la tumba con una gran piedra, pero este sería reabierto nuevamente en 1784.

En aquella oportunidad, un grupo de desconocidos, volvieron a sacar el cuerpo y lo pusieron sobre basura. Tras ser descubiertos, nuevamente fue enterrado por orden del vicario de la parroquia del lugar.

Lo peor estaba por venir

Catherine no podría descansar en paz. Dos años después, se hizo una exhumación para realizar un estudio científico del cuerpo.

“Su rostro estaba totalmente cariado, los dientes sanos, pero se habían caído, y las manos y las uñas estaban enteras, pero de un tono marrón”, escribió el reverendo E. J. H. Nash, clérigo evangélico de la Iglesia de Inglaterra, quien dio la orden de exhumación.

Los deseos del reverendo no se cumplieron y el ataúd volvió a abrirse en diversas ocasiones hasta que, en 1790, dos sepultureros borrachos decidieron cavar una nueva tumba para Catherine.

No obstante, sus intenciones no fueron para nada buenas. Los sujetos habrían arrancado su cabello, sus dientes y sus brazos, para luego venderlos como recuerdos.

No conformes con eso, la apuñalaron en el pecho y violaron reiteradamente. Al terminar sus atrocidades, la enterraron, pero boca abajo.

El descanso para Catherine comenzó a llegar en 1817, cuando la autoridad de Sudeley se propuso arreglar trasladar el ataúd a la cripta bajo la capilla.

Los exploradores que envió tuvieron problemas para encontrarla, pero cuando lo hicieron notaron que el cuerpo ya había cedido a la naturaleza y nada quedaba de los restos bien conservados encontrados al principio.

Esta vez sólo estaban los restos óseos de la Reina, algunos trozos de tela y unos pocos mechones de cabello ‘oscuro’, además de estar cubiertos de hiedra.

Finalmente, sus restos, ya convertidos en polvo, fueron nuevaente movidos en 1861, esta vez a una restaurada capilla St. Mary en Sudeley.

Catherine fue ubicada bajo una tumba neogótica, en lo que ahora es el mejor ataúd de cualquiera de las esposas de Enrique VIII”.