El régimen venezolano ha diseñado una narrativa que se vende como “paz”, pero que en realidad es una estrategia de perpetuación en el poder.
La estrategia del régimen
Su primer movimiento ha sido focalizar a su principal adversaria, María Corina Machado. No la asocian con Donald Trump, sino con Marco Rubio: un gesto calculado que intenta dejar una rendija de interlocución con Washington, mientras mantienen intacta su hostilidad hacia la oposición interna. La jugada es clara: el enemigo es “local” con acecho internacional, pero el régimen quiere conservar abierto un canal con Estados Unidos.
En paralelo, el poder plantea un relato binario: “ellos quieren paz, Machado quiere guerra”. No se trata de una invitación real a la concordia, sino de un dispositivo propagandístico que busca aislar a la oposición en la opinión pública y otorgarse la imagen de actor moderado.
Otro frente se despliega en los campus. Voces rectorales han sido convocadas a diálogos con el oficialismo y lo han asumido: desde la Universidad de Carabobo hasta la Universidad Central de Venezuela y la UCAB. Esta táctica busca fabricar un clima de convivencia y rechazo a la violencia, aunque la finalidad real es simple: ofrecer la apariencia de diálogo mientras se garantiza la continuidad de la dominación política.
El oficialismo también ha trasladado el libreto al interior del país. Gobernadores y alcaldes organizan encuentros con “opositores” fabricados: representantes de partidos intervenidos judicialmente como Acción Democrática, COPEI, Bandera Roja o Podemos, hoy en manos de figuras como Bernabé Gutiérrez o José Brito. En estas mesas prefabricadas, los verdaderos opositores son invitados solo para dar legitimidad a una representación adulterada. La estrategia es clara: ablandar, dividir y sembrar la idea de que hay una oposición dócil con la cual se puede hablar.
La llamada paz del régimen convive con la amenaza
Los colectivos armados, enquistados en los barrios más pobres, siguen siendo sostenidos como fuerza de choque. A esto se suma la alianza con facciones irregulares como el ELN y las FARC, que continúan operando en territorio venezolano. No olvidemos que las políticas sociales —las bolsas de comida del CLAP— se convirtieron en mecanismos de control: fidelidad a cambio de subsistencia. Mediáticamente, lo venden como milicias en preparación.
La represión tampoco se detiene. Dirigentes locales y regionales de la oposición son encarcelados de manera sistemática, enviando un mensaje inequívoco: cualquier liderazgo autónomo será neutralizado antes de crecer. También generan las condiciones para que dirigentes o periodistas tengan que exiliarse, como fue el caso reciente de Jesús Hermoso, miembro del partido Bandera Roja (el real) y periodista de El Pitazo, que tuvo que salir huyendo con su familia.
El oficialismo ha invertido en dividir a la dirigencia y fracturar la base opositora en redes sociales. Lo que no logran con la fuerza, lo intentan con rumores, campañas de desprestigio y enfrentamientos virtuales. Sus mensajes son emocionales, porque en las redes el factor sustancial para masificar una opinión es la utilización de la emoción: rabia, afecto patrio, indignación, noticias falsas, etc. Esto lo hacen con máscaras de chavistas no maduristas, maduristas, opositores radicales, opositores moderados u opositores decepcionados de todo liderazgo.
El narco en Venezuela
En Venezuela, el narcotráfico se ha consolidado como un ilegalismo: un instrumento de poder que sostiene al régimen y se administra selectivamente para garantizar su permanencia, parte de redes de influencia que Estados Unidos ha gestionado históricamente en América Latina.
La decisión de la administración Trump de reclasificarlo como narcoterrorismo intensificó sanciones y bloqueos, generando presión sobre el gobierno, pero sin alterar la lógica interna de estas redes. La oposición venezolana debe comprender que cualquier estrategia de transición no puede ignorar estas dinámicas transnacionales de ilegalidad, que condicionan tanto la presión externa como la estabilidad interna. El desafío es construir unidad interna mientras se navega una geopolítica donde lo ilícito opera como poder real.
Al respecto, el académico José Nemesio Colmenares, profesor de filosofía política en la Escuela de Estudios Políticos y Administrativos de la UCV, desde los años noventa, ha desarrollado un sólido trabajo a propósito de la “Teoría de los Ilegalismos” a partir de la obra de Michel Foucault.
Aquí resulta útil recordar lo que muestran las experiencias internacionales de paz. Noruega, país que ha facilitado procesos de negociación en contextos tan complejos como Sri Lanka o Palestina, insiste en que el diálogo solo puede abrirse cuando hay consentimiento real de las partes y condiciones mínimas de equilibrio.
Ningún proceso avanza cuando uno de los actores negocia con un fusil sobre la mesa. La imparcialidad del facilitador y la secuenciación de concesiones verificables son claves. En Venezuela, esas condiciones no existen hoy. Lo que se presenta como paz no es más que un simulacro diseñado para legitimar al régimen.
La oposición no debe confundirse: toda mesa de diálogo en la coyuntura actual otorga oxígeno al poder. La paz que se ofrece es la de los sepulcros, la calma del miedo, la quietud garantizada por colectivos armados y cárceles abarrotadas. Una paz auténtica solo será posible cuando el régimen se encuentre debilitado y acepte una negociación estratégica, con acompañamiento internacional, que abra la transición política y asegure justicia.
El desafío opositor
El verdadero reto no está en aceptar o rechazar una invitación prefabricada, sino en construir unidad. La transición será inviable si se llega a ella divididos, con liderazgos fragmentados o personalismos que se disputan el protagonismo. La historia enseña que incluso quienes buscan sinceramente la paz, si carecen de discernimiento, pueden terminar provocando más muertes que aquellos que supieron esperar el momento adecuado para negociar.
La falsa paz del régimen no puede ser confundida con un horizonte de reconciliación. Venezuela necesita una oposición firme, cohesionada y estratégica, capaz de sentarse a negociar solo cuando la balanza del poder obligue al régimen a hacerlo sin armas ni chantajes. Solo así será posible que la paz deje de ser un simulacro y se convierta en futuro.
Porque en esta encrucijada no se trata de aceptar cualquier paz, sino de conquistar la única que vale: la paz con libertad y justicia.
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