Que las mentiras y el abuso sistemático aún generen portadas y discusión pública en Chile es, paradójicamente, alentador. Como señaló recientemente Daniel Mansuy, los políticos irán tan lejos como la población lo permita. Esperemos que la sociedad chilena no desee este retroceso que amenaza las bases mismas de la convivencia democrática.

El reciente reportaje de Chilevisión sobre granjas de bots y cuentas falsas reveló una maquinaria organizada de desinformación que opera para socavar campañas políticas. Estas operaciones forman parte de una estrategia más amplia para construir movimientos sectarios que se alimentan tanto de mentiras directas como de promesas imposibles.

Estamos presenciando cómo se consolidan actores políticos que convierten cada intervención pública en un espectáculo diseñado para capturar la atención de ciudadanos hastiados de políticos limitados por marcos legales. Su objetivo es común: simplificar artificialmente la realidad política para generar adhesión emocional más que racional, empleando un lenguaje deliberadamente incendiario que cultiva una cultura de miedo perpetuo e indignación constante.

La diferencia con la política tradicional no radica en que esta nunca mienta; por supuesto que también lo hace. Tanto la izquierda como la derecha en Chile han mentido y ocultado información, como lo demostró el reciente Caso Convenios, que involucró el desvío de dineros públicos hacia organizaciones ligadas a partidos oficialistas, o los casos Penta y SQM, que revelaron el financiamiento ilegal de políticos, afectándolos de manera transversal.

Sin embargo, estos actos no se asemejan a lo que ocurre ahora. La diferencia radica en la existencia de una maquinaria específicamente diseñada para generar desinformación y malestar constante. Estas operaciones emplean granjas de bots que replican contenido masivamente, alimentando algoritmos programados para mostrar repetidamente el mismo mensaje a usuarios que interactúan con él, creando la ilusión de veracidad a través de la saturación informativa.

La estrategia de mentir, exagerar, sembrar dudas o decir medias verdades se refleja en los actuales candidatos presidenciales. Ayer, Kaiser difundió que Inglaterra otorga beneficios fiscales por eutanasia, cuando el artículo no decía eso y la ley aún no existe. Hace unos meses, Kast publicó una foto descontextualizada del presidente Boric que lo hacía ver ebrio, llamándolo “problema de seguridad nacional”, cuando mostraba al presidente saludando a un niño tras un partido.

El tweet viral obtuvo más de 7 mil me gusta. Trump en Estados Unidos y Farage en el Reino Unido emplean tácticas idénticas. Estas maniobras no solo instalan la duda, sino que transfieren la carga de la prueba a las víctimas de la desinformación, quienes deben demostrar que lo dicho es falso, mientras muchos ciudadanos ya no verificarán y se quedarán con la información inicial.

Ni la izquierda ni la derecha democrática mundial han logrado enfrentar efectivamente este fenómeno. No han sabido competir contra quienes funcionan en un mundo donde la verdad dejó de importar, prevaleciendo el culto a la personalidad de líderes cuya palabra es ley. La pregunta central entonces es: ¿cómo pueden los políticos democráticos, aquellos que aún conciben la política como un medio para alcanzar acuerdos, competir con este fenómeno sin transformarse en lo mismo que combaten?

Algunos intentos de respuesta emergen tímidamente. El gobernador Newsom de California parece dar la batalla en redes sociales, replicando parte del estilo comunicacional de Trump. En Chile, Evelyn Matthei expone el tema abiertamente, generando el debate que dio origen al reportaje de Chilevisión. Que las mentiras y el abuso sistemático aún generen portadas y discusión pública en Chile es, paradójicamente, alentador. Como señaló recientemente Daniel Mansuy, los políticos irán tan lejos como la población lo permita. Esperemos que la sociedad chilena no desee este retroceso que amenaza las bases mismas de la convivencia democrática.

Consuelo Thiers
Doctora en Relaciones Internacionales.
Académica de la Universidad de Edimburgo.

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