Nada justifica el asesinato de Paola Macarena Riveros. Fue un acto criminal, de violencia extrema, a vista y paciencia de su hija y su pareja. Fue una acción irracional, alejado de toda convivencia social. Es una muestra de lo que paulatinamente está ocurriendo frente a nuestros ojos, en nuestro país.

Por Bernardo Neira Figueroa
Sociólogo
Universidad Andrés Bello

Y es que hoy, basta con un bocinazo (o varios), un mal gesto o una recriminación para desencadenar conflictos que muchas veces incluyen violencia física, en plena calle. En el caso de este homicidio, el simple acto de discutir o de sobrepasar a otro vehículo fue un hecho que marcó para siempre a Paola y su familia; incomprensible reacción con fatales resultados, muerte que tiene que invitarnos a reflexionar y sobre todo a cambiar de actitud como ciudadanos para denunciar y exigir con firmeza al Estado y sus instituciones que actúen eficazmente en la prevención, búsqueda y sanción de los responsables de estos actos criminales.

Es un síntoma más, de que estamos asistiendo a un cambio en la organización, desplazamiento y en las formas de violencia, tanto de la que se ejecuta desde las bandas organizadas que compiten violentamente por territorios y mercados para sus actividades delictuales, como la de narcotraficantes que con su poder económico están infiltrando lenta pero sostenidamente a los poderes del Estado y a las instituciones encargadas del control, orden y seguridad.

En este contexto de impunidad, de violencia estructural, cultural y simbólica, es donde se forjan los individuos que, como quienes balearon a Paola, se sienten con el poder absoluto, como el que tenían los reyes, de dejar vivir y hacer morir. Y el poder que es materialmente el ejercicio de la fuerza, se está desplazando desde las instituciones a la calle, la que poco a poco está siendo ocupada y en algunos momentos controlada por el crimen organizado y el narcotráfico, organizaciones con gran poder de fuego que amedrentan a las personas y no dudan en usarlas ante la menor amenaza.

Este factor, la disposición de armas en el mercado, sumado a la corrupción, indica que basta con tener el dinero suficiente o los contactos adecuados para que las armas estén en manos de los delincuentes. Esto se ha transformado en un problema público, porque la realidad está superando a las leyes que regulan el mercado formal, facilitando el acceso a armas automáticas por parte del crimen organizado.

No podemos ignorar lo que ocurre en nuestro país. Las autoridades deben actuar ahora para perseguir y sancionar. Junto con ello, deben entender que, para alcanzar una transformación duradera, la clave está en la prevención y en la educación.

Para ello, el Estado tiene la obligación de intervenir en las causas que generan la violencia estructural que afecta a niños y jóvenes y que muchas veces los empuja a involucrarse con las organizaciones delictuales. Debe aumentar la inversión en los barrios, en las políticas de vivienda, en la salud y en la educación preescolar, básica y media.

Vivimos en una sociedad que supuestamente se basa en el respeto entre las personas, el cuidado de los más débiles, la protección de nuestros niñas, niños y adolescentes, nación que debería adquirir conciencia que lo fundamental para convivir y crecer, es cuidar la relación cotidiana entre las personas. Es hora de que la ciudadanía tome la iniciativa y exija a sus gobernantes cumplir el mandato para el que fueron electos.

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