Escrito por Juan Alberto Díaz
Ingeniero Comercial

Nos vendieron la elección de gobernadores regionales como la gran fiesta de la descentralización. Por fin íbamos a tener “autoridades de verdad” elegidas en las regiones. Pero la realidad golpeó más duro: junto al flamante gobernador apareció el delegado presidencial regional, y como si no bastara, también el delegado presidencial provincial. Tres autoridades para una misma cancha. Más enredado que el final de Dark.

Desde el papel suena bonito: el gobernador planifica, administra y representa a la región; el delegado regional vela por la seguridad y coordina ministerios; y el delegado provincial hace lo mismo, pero en chiquitito. En la práctica, es como tener tres jefes para un mismo equipo: todos opinan, nadie manda del todo y la ciudadanía no sabe a quién reclamarle cuando algo falla.

El gobernador es elegido con votos, pero sin llaves reales de poder. El delegado regional es nombrado a dedo por La Moneda y mantiene la manija de la seguridad y la coordinación. Y el delegado provincial, que nadie eligió ni recuerda, aparece como la versión local del centralismo de siempre.

¿Resultado? Más burocracia, menos claridad, y un déjà vu: las regiones siguen siendo peones de Santiago.

Para la gente común, lo único claro es que esta “descentralización” parece más un libreto de comedia que una política de Estado. Si hay problemas de delincuencia, transporte o servicios básicos, da lo mismo el cargo en el cartel: gobernador, delegado regional o delegado provincial. Todos se reparten el poder, pero nadie se hace cargo del fracaso.

El país necesitaba descentralización y terminó con un triple empate de autoridades. O sea, tenemos más sillas, más sueldos y más discursos… pero las regiones siguen sin el poder que tanto les prometieron.

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