Señor director:

Estoy por cumplir 55 años. Recuerdo que cuando era niño, era raro ver personas con síndrome de Down caminando por las calles o en las plazas. No iban a la escuela. Sus familias los ocultaban, por vergüenza o miedo a la reacción de la gente. En ese tiempo solíamos usar la palabra “mongolito” o “mongólico” para insultar a algún compañero de curso, o incluso nos calificaba así nuestra mamá, si hacíamos alguna tontería. Paulatinamente, sin embargo, “mongólico” pasó a ser una mala palabra. Se transformó, en realidad, en una palabra prohibida.

No tengo memoria de si el fin del ostracismo de las personas con síndrome de Down fue anterior o posterior a la proscripción de aquella palabra; supongo que ambos procesos fueron coetáneos y graduales.

Me he hecho aficionado a ver vídeos de un argentino que hace críticas cómicas de películas de cine. Creo que escribe bien sus libretos, y aunque a veces me resulta excesiva su aversión por la cultura woke y su efecto en el cine, comparto varias de sus ideas, sobre todo en cuanto a que el cine no debería transformarse en una simple herramienta de adoctrinamiento, siempre edulcorado y desprovisto de energía vital.

Sin embargo, hace unos días escuché a ese narrador usar la palabra “mongotrófico”, para referirse al personaje estúpido de una película.

Escuchar esta palabra me hizo pensar: ¿luchar contra los excesos de la cultura woke significa volver en todo atrás? ¿Volver a decir mongólico, huacho, marica a la primera de cambio, y que, como en los años 80, algún diario de circulación nacional vuelva a decir que llegaron al país los monitos de la selección de fútbol de Ecuador?

A propósito de la discusión acerca del centro, en boga en estos días de campaña, supongo que así como hay un centro social y un centro político, también existe un centro cultural. Es en ese espacio donde quedan guardados los cambios en el lenguaje que reflejan logros en igualdad o libertad a los que civilizadamente no nos es posible renunciar.

Probablemente, rechazo la hegemonía cultural a la que aspiran películas como Emilia Pérez, pero no estoy dispuesto a olvidar El juego de las lágrimas, ni a dejar de leer a Lemebel.

Hace unos días asistí a una gala de gimnasia en un colegio de San Pedro de la Paz. En unos de los grupos había una niña con Síndrome de Down. Me alegro de que, a pesar de todo, el país en el que vivimos sea más tolerante que hace cuarenta años, entre otras cosas por las palabras que hemos aprendido a olvidar.

Gonzalo Alejandro Veloso Figueroa
Abogado

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