Personas que estudiaron, se endeudaron, trabajaron sin descanso y aun así no logran estabilidad ni reconocimiento comienzan a sentir que el sistema está arreglado en su contra. Esa rabia no siempre se transforma en una demanda de justicia social. Muchas veces es capturada por discursos autoritarios.

La meritocracia ha sido, durante décadas, una de las promesas más repetidas del modelo chileno. “El que se esfuerza llega”, “las oportunidades están ahí”, “el mérito siempre se reconoce”. Sin embargo, basta con observar la estructura social real para constatar que esa promesa no solo es falsa, sino también peligrosa. Porque cuando se exige mérito en condiciones profundamente desiguales, lo que se produce no es justicia, sino frustración social. Y esa frustración, hoy, está teniendo consecuencias políticas concretas.

La meritocracia no es neutral. Tal como advierten los estudios críticos, el mérito es una construcción social situada, definida por criterios que dependen del contexto histórico, económico y cultural

No todas las personas parten desde el mismo lugar ni acceden a la misma educación, a las mismas redes, al mismo capital cultural o al mismo tiempo disponible para “esforzarse”. Aun así, el sistema evalúa como si esas diferencias no existieran. El resultado es una desigualdad moralmente legitimada: si no llegaste, fue tu culpa.

Lee también...

En Chile, este relato se consolidó en los últimos 30 años. La educación fue transformada en un bien de consumo, la competencia individual en un valor central y el éxito económico en la medida del valor social. Desde la escuela se inculcó la idea de que el esfuerzo personal bastaría para ascender, ocultando que el sistema educativo reproduce la desigualdad de origen y que el mercado laboral segmenta.

El mérito, lejos de reemplazar los privilegios heredados, los disfraza

Aquí aparece una clave política central: cuando una sociedad promete movilidad social y no la cumple, no solo produce pobreza o precariedad, sino también resentimiento.

Personas que estudiaron, se endeudaron, trabajaron sin descanso y aun así no logran estabilidad ni reconocimiento comienzan a sentir que el sistema está arreglado en su contra. Esa rabia no siempre se transforma en una demanda de justicia social. Muchas veces es capturada por discursos autoritarios.

El reciente avance electoral de la ultraderecha en Chile —con José Antonio Kast como figura emblemática— no puede leerse únicamente como un giro ideológico individual ni como una “derechización cultural”. También es el resultado de una meritocracia fallida. Cuando el esfuerzo no alcanza y el Estado se retira, la promesa de derechos se reemplaza por la de orden. La ultraderecha ofrece jerarquía donde hubo frustración, castigo donde hubo abandono, y enemigos claros —el feminismo, los derechos sociales, la diversidad— donde hubo promesas incumplidas.

Desde una perspectiva de género, este fracaso es aún más evidente. La meritocracia ha exigido históricamente a las mujeres que hagan más para llegar a menos. Aunque hoy son mayoría en la matrícula universitaria, siguen concentradas en carreras feminizadas, peor pagadas y socialmente desvalorizadas. Además, el trabajo de cuidados —imprescindible para sostener la vida y el propio mercado— sigue siendo invisible, no remunerado y penalizado en los sistemas de evaluación.

El discurso meritocrático les dice a las mujeres que, si se esfuerzan lo suficiente, podrán “llegar como los hombres”. Pero no modifica la división sexual del trabajo ni reconoce que el tiempo, la energía y las trayectorias vitales están profundamente atravesados por el género. El resultado es una meritocracia trunca: exige igualdad de desempeño sin igualdad de condiciones y luego responsabiliza individualmente a quienes quedan atrás.

Lee también...

Este punto es clave para entender el presente político. Cuando las políticas de igualdad se reducen a “oportunidades” sin redistribución real, el discurso feminista es presentado por la ultraderecha como un privilegio injusto. Así, el fracaso del modelo se reescribe como culpa de quienes luchan por los derechos, no de un sistema que concentra riqueza y poder.

La meritocracia, entonces, no solo falla: educa en la desigualdad. Enseña que competir es mejor que cooperar, que el éxito es individual y que la vida que no produce ganancias no vale. Despolitiza la injusticia y rompe los lazos de solidaridad. En ese terreno fértil, el autoritarismo crece.

Cuestionar la meritocracia no significa negar el esfuerzo ni renunciar a la evaluación. Significa reconocer que, sin redistribución y sin reconocimiento, el mérito se convierte en una coartada moral para la desigualdad. Significa avanzar hacia un modelo que valore lo colectivo, el cuidado y la sostenibilidad de la vida, y que deje de pedirle a la democracia que compita en una carrera con la cancha inclinada.

Porque cuando el mérito deja de cumplir lo que promete, la rabia vota. Y lo hace muchas veces contra la democracia misma.

Paulina Cid Vega
Socióloga

Nuestra sección de OPINIÓN es un espacio abierto, por lo que el contenido vertido en esta columna es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial de BioBioChile