La generación de Gabriel Boric ha redefinido el ejercicio del poder: ya no como sacrificio, sino como afirmación personal. ¿Pero qué pierde una república cuando el deber se somete al equilibrio afectivo y la empatía se vuelve estrategia?

El sacrificio perdido: generaciones en pugna

“Liderar tiene un costo. Los verdaderos líderes están dispuestos a pagarlo: sacrificar el interés propio y anteponer el bien común al personal”. Esta frase, sacada del libro Los líderes comen al final del pensador contemporáneo Simon Sinek, nos recuerda que el ejercicio del poder implica, inevitablemente, una renuncia. Y esa tensión —entre el deber y el deseo, entre lo colectivo y lo personal— reaparece hoy con nuevos códigos generacionales.

En el caso del presidente Gabriel Boric, la llegada de su hija durante el ejercicio del poder no solo marca un hito biográfico: es también un gesto político deliberado, que refleja un modo de concebir el liderazgo donde la vida privada no se subordina al deber público, sino que se entrelaza con él como parte del mensaje.

Para algunos, ese gesto encarna una forma de humanizar el poder; para otros, entre los que me incluyo, revela una ética generacional que ha reemplazado el sacrificio por el deseo, y que encuentra en la estrategia de la empatía emocional una vía para conectar con la ciudadanía más preocupada por la cercanía afectiva que por la profundidad institucional. En ese contexto, la paternidad no irrumpe: se representa, se comunica, se convierte en capital simbólico.

No se trata de juzgar la paternidad, ni mucho menos de romantizar la abnegación sin matices. Pero sí es legítimo preguntarse qué ha pasado con la noción del deber en la era de los liderazgos millennials. Y, más específicamente, cómo ese cambio ha influido en el ejercicio del poder político.

El peso del deber

Los líderes de la generación anterior —quienes crecieron bajo el peso de la reconstrucción posbélica o las dictaduras del siglo XX— entendían el poder como un acto de renuncia personal en favor de un propósito colectivo. Se podría estar de acuerdo o no con sus ideologías, pero había en ellos una disposición a postergar la vida privada por el bien público. Margaret Thatcher, con todos sus matices, declaraba que la política no tenía espacio para el descanso: “La cumbre no se alcanza con pausas”. Salvador Allende vivió en La Moneda hasta el último día, literalmente. Mujica, con su austeridad radical, eligió vivir como símbolo de lo que predicaba. Mandela pasó 27 años en prisión por sus convicciones antes de liderar su país. Hay en todos estos casos una constante: el poder era una carga, no una plataforma.

No es coincidencia que muchos Baby Boomers llevaran ese mismo rigor a sus vidas familiares, donde la presencia paterna solía estar subordinada a lo laboral. El mundo privado se sacrificaba en aras del deber público, como si ser líder significara habitar una forma de soledad voluntaria. Tal vez excesiva, sí. Pero también profundamente comprometida.

Del deber al deseo

La generación nacida en democracia, criada entre discursos de autoexpresión, desarrollo personal y horizontalidad, ve la política con otros ojos. El poder ya no es una carga sino un espacio de realización. En este marco, la idea de “tenerlo todo” —familia, bienestar personal, reconocimiento, tiempo propio— se vuelve no solo deseable sino un derecho. La ética del sacrificio da paso a la ética del equilibrio, lo cual es comprensible en un mundo que ha aprendido (a veces con dolor) los costos del burnout y del autoritarismo.

Pero ¿puede un presidente permitirse ese equilibrio sin que el país lo resienta? Esa es la verdadera pregunta.

El caso de Boric no es una anécdota: no haber concluido sus estudios, no haber dejado una huella legislativa clara en su paso por el Congreso, su resistencia a los ritos institucionales, y ahora, su elección de vivir la paternidad en pleno mandato, construyen un estilo que elude el sacrificio. Uno podría argumentar que el costo de esa mirada ya se refleja: Chile está en pausa, sin grandes reformas, sin norte claro, con una ciudadanía cansada y una política cada vez más desfondada.

Y hay un dato que no debe pasar desapercibido: el nacimiento de su hija no parece ser una decisión improvisada. No se trató de un giro azaroso de la vida privada que irrumpió en medio de la función pública, sino de un acto deliberado. En tiempos donde la planificación familiar forma parte de la autonomía reproductiva, decidir tener un hijo durante el mandato presidencial no es un detalle biográfico, sino una toma de posición. Es una forma de decir que el ejercicio del poder puede y debe adaptarse a los ciclos personales, que no hay incompatibilidad entre liderar un país y criar a una hija. Ese mensaje, que apela a la sensibilidad de una parte importante del electorado, también responde a una estrategia comunicacional, donde los gestos de ternura —como compartir imágenes dormido junto a su hija o inscribirla en un consultorio público— buscan generar empatía y cercanía.

En una época en que los liderazgos se miden tanto por la calidez emocional como por la eficacia política, estos gestos tienen efecto real. Mueven la aguja de las encuestas, suavizan las críticas, y logran conectar con una ciudadanía que muchas veces confunde lo simbólico con lo estructural, lo emocional con lo transformador. El problema no es la ternura, sino su uso como sustituto del proyecto.

Una ciudadanía moldeada por el algoritmo

Lo anterior no ocurre en el vacío. La emocionalización del poder es también hija de su tiempo: vivimos en un ecosistema comunicacional regido por redes sociales, microemociones y ciclos de atención cada vez más breves. En ese contexto, no es extraño que los líderes busquen “momentos virales” que reemplacen la consistencia por la conexión instantánea. La figura del presidente-padre se instala así como un relato que condensa humanidad, cercanía y autenticidad en un solo gesto visual. El riesgo es que el electorado se habitúe a consumir símbolos reconfortantes en vez de proyectos desafiantes.

En sociedades que privilegian la autoimagen, no solo los líderes buscan verse humanos. También los ciudadanos prefieren identificarse con un poder que no los interpela desde la exigencia, sino desde la familiaridad. Es ahí donde el capital simbólico de la paternidad presidencial se vuelve eficaz: no amenaza, no incomoda, no exige. Apenas acompaña.

¿Un nuevo paradigma…o una renuncia al compromiso?

Es tentador pensar que este nuevo estilo político representa una evolución: una política más humana, más consciente de la vida y la salud mental. Pero también es legítimo sospechar que hemos perdido algo en el camino. Que sin sacrificio, el poder se vuelve cómodo. Que sin renuncia, el liderazgo se transforma en administración tibia. Y que sin entrega, la transformación se vuelve improbable.

Al final, el dilema es filosófico: ¿puede existir lo colectivo sin lo trágico? ¿Puede haber épica sin dolor? Si todo debe acomodarse a los ritmos personales, entonces tal vez el poder no sea el lugar para estar. Porque liderar —de verdad— siempre ha implicado algo de mutilación personal.

No pedimos mártires. Pero tal vez sí figuras que comprendan que el deber no siempre se alinea con el deseo, y que la verdadera autoridad nace, a veces, del gesto de postergarse.

Luis Infante Mujica
De San Juan de Pirque

Nuestra sección de OPINIÓN es un espacio abierto, por lo que el contenido vertido en esta columna es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial de BioBioChile