Existe una categoría especial de fracaso administrativo que solo florece en las democracias locales. No es la corrupción espectacular de las dictaduras, ni siquiera la incompetencia grandiosa de los gobiernos nacionales en crisis. Es algo más prosaico y, por ello mismo, más revelador: el desastre municipal de cámara lenta.

San Felipe, una ciudad del valle de Aconcagua que la mayoría de los santiaguinos no sabrían ubicar en un mapa, acaba de regalarnos un ejemplo de manual.

La trama es deliciosamente absurda. En 2012, un alcalde con casi dos décadas en el cargo decide que su legado será convertir a San Felipe en un “laboratorio nacional de iluminación inteligente”. Las viejas ampolletas de sodio —que según la jerga local alumbraban “como velas”— serían reemplazadas por tecnología LED de punta.

Una empresa francesa, Citelum, ejecutaría la modernización. La ciudad brillaría más y gastaría menos. ¿Qué podría salir mal?

Todo.

Trece años después, el terminal de buses de la ciudad está embargado por la misma empresa que debía traer la luz. La deuda asciende a más de mil millones de pesos. Tres administraciones municipales sucesivas lograron, cada una a su manera, empeorar la situación. Es como ver una partida de ajedrez jugada exclusivamente con movimientos perdedores.

El primer alcalde firmó un contrato mediocre. Su sucesor, en un alarde de genialidad administrativa, lo renegoció para hacerlo peor: eliminó las garantías de ahorro y nunca cobró las multas millonarias por los seis años de retraso. El tercero, un concejal devenido en alcalde interino, invalidó unilateralmente el acuerdo siguiendo órdenes de la Contraloría, pero olvidó el pequeño detalle de notificar a la empresa francesa. Voilà: demanda judicial instantánea.

Lo fascinante no es la incompetencia —esa es ubicua en la administración pública— sino la perfecta sincronización del desastre. Cada actor hizo exactamente lo necesario para maximizar el daño. Es como si hubieran ensayado. El resultado tiene la elegancia perversa de una tragedia griega ambientada en un municipio chileno.

Pero aquí viene lo verdaderamente instructivo: ninguno de los involucrados era particularmente corrupto o malicioso. Eran, en su mayoría, políticos locales bien intencionados tratando de modernizar su ciudad. El camino al embargo del terminal de buses estaba pavimentado con las mejores intenciones LED.

Este es el verdadero drama de la gestión pública en las democracias modernas. No es que los políticos sean villanos maquiavélicos tramando el saqueo del erario. Es que son personas ordinarias, con egos ordinarios y capacidades ordinarias, enfrentando problemas que requieren extraordinaria competencia. El resultado es predecible como la gravedad.

La tentación es culpar a los individuos. Freire no debió renegociar. Beals no debió invalidar sin notificar. Castillo no debió dejar que los plazos legales corrieran. Pero esto es confundir los síntomas con la enfermedad. El problema real es sistémico: municipios con presupuestos del siglo XX intentando proyectos del siglo XXI, concejos municipales donde la lealtad política pesa más que la competencia técnica, y una ciudadanía que solo presta atención cuando el terminal de buses aparece con orden de embargo.

En cierto modo, San Felipe ha logrado algo notable. Ha demostrado que no se necesita gran corrupción para dilapidar el patrimonio público. Basta con la combinación correcta de ambición desmedida, incompetencia técnica y mezquindades políticas. Es casi reconfortante: hasta nuestros fracasos municipales son democráticos.

El filósofo Isaiah Berlin distinguía entre el zorro, que sabe muchas cosas, y el erizo, que sabe una cosa importante. Los alcaldes de San Felipe querían ser zorros tecnológicos, pero ni siquiera lograron ser erizos competentes. Ahora su ciudad tiene luminarias LED que llegaron con seis años de retraso y un terminal de buses que podría terminar en manos francesas.

Como metáfora del subdesarrollo, es perfecta: intentamos saltar a la modernidad inteligente y terminamos hipotecando la infraestructura básica. Las luces nuevas brillan sobre un fracaso muy antiguo. Y en alguna oficina de Citelum en París, ejecutivos franceses deben preguntarse cómo terminaron siendo dueños potenciales de una terminal de buses en el valle de Aconcagua.

A veces la comedia más negra es la que nadie pretendía escribir.

Por Sergio Lobos
San Felipe

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