En un giro irónico del sistema económico global, hoy enfrentamos un problema que parece absurdo: ahorramos demasiado y, sin embargo, invertimos mal.

Países como China, Alemania y Japón acumulan excedentes por cientos de miles de millones de dólares al año, mientras que las oportunidades más urgentes —infraestructura, transición energética, industrialización— en economías emergentes siguen sin financiamiento.

¿Dónde va ese ahorro excedente? Hacia el gasto del país más rico del mundo: Estados Unidos. Y no al gasto productivo, sino al gasto fiscal.

El ahorro de algunos ahoga la inversión global

La paradoja es inquietante: el mundo subsidia al deudor más solvente, mientras impide que el ahorro fluya hacia donde más se necesita. Este desajuste contradice la esencia de la economía clásica y keynesiana.

Adam Smith afirmaba que “el consumo es el único fin de toda producción”. Y Keynes advertía sobre la “paradoja del ahorro”: si todos ahorran y nadie gasta, el sistema se hunde. Hoy vivimos exactamente eso. El ahorro de algunos ahoga la inversión global.

En el siglo XIX, los excedentes europeos se usaban para construir ferrocarriles en América Latina o industrias en Asia. Hoy, simplemente alimentan déficits fiscales en Washington. Es una inversión sin retorno, sin riesgo ni impacto transformador.

¿Resultado? Un capitalismo global ineficiente, estancado y políticamente inestable. Los países emergentes —que más podrían beneficiarse de inversión externa— no acceden a estos flujos por una razón básica: no tienen monedas de confianza. No pueden endeudarse en su divisa sin correr enormes riesgos cambiarios. Así, el dinero fluye siempre a los mismos: EE.UU., el Reino Unido y, en menor medida, la Eurozona.

Esto no solo es un problema financiero

Es un detonante político. En países deficitarios como EE.UU., el sector manufacturero se achica. Eso erosiona empleos, salarios y dignidad. El ascenso de figuras como Donald Trump y el auge del proteccionismo no son casualidad: son reacciones a un modelo que deja a millones atrás. Y los países superavitarios tampoco se salvan.

Japón, al reducir su superávit en los años 80, creó una burbuja inmobiliaria que aún lo persigue. China hizo lo mismo tras 2008. Y Alemania, gracias al euro, trasladó sus desequilibrios al resto de Europa, forzando ajustes sociales y económicos en el sur del continente. Este modelo no es sostenible. Necesitamos que el ahorro global se convierta en inversión global transformadora, especialmente en países con alto potencial de crecimiento. Y eso requiere reformas: fiscales en EE.UU., monetarias en China y de gobernanza global en las instituciones multilaterales.

Chile debe tomar nota

El país mantiene una tasa de ahorro bruto superior al 20% del PIB (BC 2025), pero la inversión efectiva como proporción del producto ha caído por debajo del 22% en los últimos años, una de las tasas más bajas en décadas.

Más preocupante aún, casi el 60% del financiamiento externo se concentra en sectores extractivos o financieros, mientras que infraestructura, innovación tecnológica y manufactura avanzada reciben una fracción marginal de los flujos de capital. Esto perpetúa una economía dependiente de materias primas y vulnerable a los shocks externos.

Si Chile no logra canalizar su ahorro —y atraer inversión extranjera— hacia sectores de transformación productiva, seguirá atrapado en una trampa de bajo crecimiento.

No basta con abrirse al mundo: hay que integrarse con inteligencia. Porque el ahorro, mal dirigido, no es virtud. Es un espejismo.
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