Parto del diagnóstico más certero que tengo en este instante: los resultados electorales del día domingo fueron, por sobre todo, una sorpresa; resultado de la irrupción de un electorado incógnito, demasiado silencioso como para ser siquiera rastreable con nuestros marcos de lectura acostumbrados a operar con un universo circunscrito al voto voluntario, y que, desde 2010, lee y analiza un despliegue de fuerzas políticas sustentadas y autolegitimadas en un escenario de abstención brutal que ha constituido una “cierta” realidad electoral a la que nos acostumbramos a validar como realidad absoluta.

Desde ahí y a partir de la elección más grande e importante de la historia actual, tanto en su énfasis como en la cantidad de votantes que participaron, se devela aún más la verdadera realidad de ese escenario tradicional en que nos movíamos, haciendo evidentes cuestiones que muchas veces pasaban desapercibidas, o que simplemente preferían ser obviadas dentro de esa misma reafirmación, como el hecho de constatar que todas nuestras autoridades, hasta este preciso instante, fuesen electas con un electorado que representa menos de la mitad del universo completo.

Es en ese contexto que, incluso, las vapuleadas encuestas que en esta ocasión lograron dar en el blanco, casi por suerte, tampoco sean del todo válidas a la hora de dibujar y perfilar la lectura, pues, y después de todo, también operan y juegan dentro de esa realidad tradicional electoral, por lo cual, lejos de la certeza que se construía y perfilaba a través de los sondeos previos a la elección, no deja de ser una sorpresa absoluta el resultado, que tampoco fue previsible del todo.

Al final del día, y después del terremoto electoral que provocó la irrupción del espectro silencioso de votantes, lo que nos quedan son miles de preguntas, dentro de la incertidumbre absoluta a la que debiésemos ya estar acostumbrados, y sobre la cual, sin embargo, seguimos construyendo perspectivas desde la más absoluta fantasía, y ese es justamente el peligro que se cierne.

Y ello particularmente sobre los ganadores, o mejor dicho, de entre quienes se autoconciben y posicionan como ganadores, pues los perdedores, en contraste, obtienen una realidad más directa y fehaciente, a partir del impacto de la derrota y de la verdad manifiesta que se vislumbra desde ahí. No por nada, se dice que el fracaso enseña, la victoria no tanto.

Y, en tal caso, los sectores más progresistas y a favor de la propuesta Constitucional, deben construir una autocrítica con base en la situación constatada, dado que, comparativamente hablando, la diversidad de sectores que apoyaron a Boric –por diferentes circunstancias, compromisos y motivaciones en esa decisión– quedan hasta cierto punto encapsulados en un porcentaje claro y evidente, que solo creció en 200 mil personas entre la segunda vuelta electoral y este plebiscito constitucional que acabamos de vivir.

En tal sentido, lo que ha ocurrido es que se ha rasgado el velo que cubría la fragilidad de esa fantasía, y en cuyo caso, cabe una tarea de llegar a aquellos sectores que consideraban parte de ellos por omisión, pero donde, claramente, no se ha hecho carne esos mismos compromisos políticos a favor de una transformación más profunda.

En contraste, aparecen los ganadores, particularmente los sectores conservadores y ligados a la derecha (creo que no vale demasiado la pena tragarse la idea de centro-izquierdas por el rechazo), que festinan con el resultado, y en quienes se constata un inusitado empoderamiento desde ahí, y en cuyo caso se produce la situación contraria, autovalidandose y legitimándose sobre la certeza absurda que entrega un resultado inteligible, y en que sectores sin real presencia política constatada, como amarillos por Chile, incluso llegan a posicionarse dentro del espectro como manifestación de ese amplio rechazo que ganó la elección plebiscitaria.

En realidad queda mucho que pensar y sobre una información que no tenemos, pues no sabemos en realidad el por qué del voto de esa gran masa de “indecisos” u “obligados”; no sabemos si en realidad votaron en contra porque no les gustaba la Convención, su conformación, o funcionamiento; o porque no les gustó el texto, o porque estaban en desacuerdos con elementos del mismo; si votaron en contra del presidente Boric; si es que votaron en contra por un posicionamiento político claro; o si simplemente lo hicieron presa de la desinformación, de la manipulación y de la mentira, en cuyo caso los autoafirmados como ganadores tienen mucha responsabilidad de la que hacer autocrítica. No, en realidad no lo sabemos, solo tenemos un mero voto entre dos opciones, como manifestación de esa masa manifiesta y disruptiva, que solo fue convocada por la obligatoriedad. Pero de lo que si hay certeza es que Chile no es de derecha, ni tampoco puede leerse inmediatamente como conservador.

Al contrario, aquellos sectores que representan ese espíritu solo obtuvieron 1.635.164 votos en el plebiscito de entrada, 1.173.198 en la elección de constituyentes, a los que habría que sumarle uno que otro DC y algunos independientes, y 3.650.088 votos para Kast en la segunda vuelta presidencial de 2021, y en que, en ningún caso, esa masa de chilenos por el rechazo salió a votar para defender esos principios, posturas y propuestas que supuestamente se posicionaron en esta reciente elección. Más bien, esa masa incógnita, silenciosa, muchas veces obviada y asumida como parte de, sobre la que se operaba y funcionaba nuestra “realidad política” previsible, sigue oculta tras su irrupción, dándonos cuenta de toda la fragilidad de la fantasía sobre la que nos hemos pensado y construido.

En ese sentido, y como reflexión final, esa misma masa acusada de ignorante, por los diversos sectores, a la que dijeron que no valía la pena entregarle el texto, pues no lo iban a leer o entender, o que también ha sido vapuleada por no ser consciente de la mejoría y que, por tanto, siga viviendo y sufriendo en su necesidad y fragilidad, nos ha enseñado una valiosa lección: que nosotros también éramos profundamente ignorantes de ella.

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