La pandemia ha dejado un sinnúmero de consecuencias: económicas, políticas, sociales, educativas, sanitarias y afectivas, puesto que no solo puso en jaque los sistemas establecidos, sino que también las relaciones interpersonales tal como las conocíamos.

Los 26 meses de pandemia han ido configurando otras formas de comunicarnos y por tanto, de vincularnos, siendo la pantalla en los primeros 18 meses la alternativa posible, sobre todo en los momentos más críticos. Fue y ha sido la salvación para continuar con nuestras vidas, constituyéndose en la posibilidad de saber de nuestros seres queridos, de aprender a aprender en formatos virtuales, para acompañarnos, de trabajar, de comprar, realizar diversos trámites y, en definitiva, seguir sobreviviendo.

A pesar de que fue necesario asumir una nueva normalidad, el confinamiento fue causante del estrés traumático y diversos tipos de enfermedades de salud mental por el miedo inminente de enfermarnos y morirnos, sin la posibilidad de contar todavía con una vacuna durante el primer año de pandemia.

Luego de este estrés traumático que fuimos naturalizando en tiempos de pandemia, se ha dado paso al momento del estrés postraumático suscitado por el hecho de volver a la normalidad de la vida social aunque todavía con precaución y posibilidad de contagio, aspecto que se ha hecho visible al continuar usando la mascarilla. De esta manera, muchas personas han tenido que transitar desde el síndrome de la cabaña al espacio público donde, necesariamente, se debe socializar e interactuar.

El problema de esta nueva realidad pandémica con vacuna, es que no se han realizado las mediaciones necesarias y suficientes para aprender a abordar esta nueva normalidad. Es decir, de golpe y sin mediaciones ni acompañamientos se ha vuelto a las tareas y funciones, desde un imaginario que la cotidianeidad es la misma. En este sentido, hemos subestimado la fuerza de la pandemia, puesto que no sólo ha sido un tema de salud, sino que produjo diversos cambios sociales y resignificaciones personales importantes a los cuales no se les ha dado el tiempo de expresarse, porque el acento ha estado puesto en la reactivación de las economías y el retorno al trabajo que a su vez, necesita de la activación de los centros educativos.

Si bien, todos/as hemos sido golpeados como seres humanos, existen grupos etarios críticos, uno de estos refiere a las/los jóvenes, quienes en pandemia debieron y deben asumir múltiples tareas como estudiar, cuidar a personas mayores y trabajar para suplir la pérdida de empleos de los adultos/s responsables, además de hacer las compras arriesgando sus vidas, puesto que eran considerados físicamente más resistentes. Esta multifuncionalidad de tareas permanece en presencialidad, debiendo cumplir múltiples labores, entre ellas, retomar los estudios de modo presencial.

Al respecto, creemos que al volver a esta nueva normalidad se debió considerar más profundamente los efectos de arrastre del COVID-19 y no solo referido al contagio de las/los jóvenes, cuestión que ha sido subvalorado, sino que al deterioro de su salud mental. Es así como las instituciones educativas empezaron su año académico 2022 con presencialidad total, incluso sin aforos, minimizando los estragos de la pandemia y los peligros que aún persisten.

A esto se suma el impacto emocional de las pérdidas de padres, madres, abuelos, abuelas, tías/tíos, hermanos/as y amigos/as junto a la imposibilidad de vivir el duelo con normalidad y tener que despedirse de sus seres queridos a la distancia, es decir, nos encontramos frente a una generación que camina por la vida con duelos no realizados.

La pragmática de seguir adelante se ha constituido en una cadena arrastrada, pero invisibilizada en pro de la recuperación de contenidos o para mantener esta seudo normalidad, cuyo triste corolario está siendo un gerundio de ansiedad, crisis de pánico y miedo de no poder cumplir con todas las exigencias y de estar superadas/os. Tal vez desde una perspectiva a escala humana hubiera sido deseable realizar un tránsito hacia la presencialidad. No debemos olvidar que aun los/las jóvenes siguen teniendo extenuantes jornadas de estudio, trabajo y cuidado.

En este contexto, lamentablemente hemos sido testigos desde la educación superior, de jóvenes que se han quitado la vida, intentos suicidas o depresiones profundas y una pérdida de sentido que se cuela en los intersticios de las emociones y de los afectos.

Es aquí donde las instituciones educativas deben buscar otras rutas posibles para transitar hacia la educación de personas. El llamado es a cuestionar profundamente la formación concebida solamente como instrucción para situarnos en otros espacios, donde se realice un salto ético y posicionarnos desde la integralidad de la persona del/la estudiante, como un/a ser humano/a integral que requiere de acompañamiento y, de esa manera, vuelva a construir confianzas para desarrollarse como una persona que se está formado como profesional.

En este sentido, la salud mental del estudiante es requisito sine qua non para su formación integral, a esto se suma el hecho que la salud mental es un derecho humano, por lo tanto requiere de una adecuada política pública, aseguramiento de la calidad y acceso oportuno, sin embargo, los presupuestos de la salud pública en materia de salud mental son insuficientes por lo que su atención es escasa y de tardía respuesta.

Este aspecto es complejo puesto que según la OMS (2022), en el “primer año de la pandemia por COVID-19, la prevalencia mundial de la ansiedad y la depresión aumentó un 25%” (s.p), a esto se suma que en Chile aproximadamente el 16,5% de las personas entre 12 y 18 años tienen algún problema de trastorno mental.

Estas cifras son preocupantes puesto que la salud mental es constitutiva de la salud integral donde deben considerarse también aspectos ambientales, contextuales, afectivos, económicos, sociales, de seguridad, entre muchos otros. De allí, que el abordaje interventivo es necesariamente intersectorial e interdisciplinar, por tanto, las estrategias deben ser sistemáticas y estar situadas en el cuidado, la promoción, la protección en el acompañamiento como formas de construir nuevas relaciones.

Se podría afirmar que en la cobertura de la salud mental existen brechas de injusticia entre la salud pública y privada pues, solamente, los sectores con mayores recursos son los que pueden financiarla. En este punto los/las universitarias han empezado a visibilizar que en las instituciones de educación superior hay escasez de dispositivos para la atención de sus estudiantes.

El problema es que no pueden derivarlos a la salud pública porque está sobrepasada en la demanda de atenciones para toda la población y deben gestionar, con recursos propios, la posibilidad que los y las estudiantes sean acompañados por un/a profesional.

Entonces ¿hasta dónde las instituciones de educación superior pueden hacerse cargo de la salud mental de sus estudiantes? Ciertamente, hay instancias previas que podrían prevenir situaciones de estrés que se relacionan con custodiar la carga académica, gestionar el acompañamiento, propiciar ambientes seguros y de buen trato, entre otras medidas. Sin embargo, siempre se suscitarán casos en que se necesita una atención más especializada y cuando esto sucede ¿Quién se hace cargo?

El problema es que mientras se debate esta pregunta algunos/as estudiantes se han visto afectados/as en su motivación, cayendo en el pesimismo en lo que respecta a la percepción de su futuro y proyecto de vida. Al respecto, no se puede olvidar el concepto de justicia que plantea John Rawls cuando sostiene que uno de los roles fundamentales del Estado es propiciar igualdad de oportunidades para todos sus ciudadanos/as.

Hoy este aspecto está siendo mermado por la falta de atención en la salud mental, problema que necesita de una solución mancomunada donde se articulen diferentes organismos que acompañen a una generación que ha vivido y sigue viviendo las diversas precariedades visibilizadas en la pandemia.

Más allá de los problemas estructurales cuya solución requiere de largos debates, es necesario prestar atención y colocar la alerta cuando las/los jóvenes presentan conductas de agobio, silencios, aislamiento y desesperanza, porque lo que no puede pasar es que nuestros jóvenes vivan la paradoja de una soledad post pandémica que vuelve a las interrelaciones, pero sin acompañamiento efectivo.

Dra. Sonia Brito Rodríguez, Universidad Alberto Hurtado y Dra. ©. Lorena Basualto Porra, Universidad Católica Silva Henríquez.

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