En el frontspicio del campo de exterminio de Auschwitz se hallaba inscrito “arbeit macht frei” (“El trabajo hace libre”). Como ha sido visto, quienes ingresaban ahí no lo hacían como “mano de obra barata” sino, peor aún, como aquellos a los que el régimen nazi consideraba “parásitos”, aquellos que no solamente sobran, sino que jamás debían haber existido. Los prisioneros de dicho campo no eran reconocidos jurídica ni moralmente como personas sino como una vida puramente “desnuda” o “biológica” que solo debía obedecer tranquilamente para ser llevados a su completa aniquilación. Como recalcó en su momento Hannah Arendt, la maquinaria nazi no consistía sino en un dispositivo burocrático que concebía el exterminio fundamentalmente como un “procedimiento”, una operación ejecutada con fineza por las SS, los funcionarios públicos más eficaces del régimen.
Pero ¿qué está en el fondo de la afirmación inscrita en el frontspicio del campo? Ante todo, la idea sacrificial de origen protestante de que el trabajo puede liberar a los hombres de las cadenas. Pero, a diferencia de las nociones protestantes, para las que el trabajo implicaba un mecanismo de salvación, en Auschwitz se trata de llevar el trabajo hasta su límite: la muerte. “Trabajar” resulta, en este caso, conducirse hacia la muerte, trabajar hasta la muerte si se quiere, en un contexto en que ya no puede haber salvación, tal como subrayó Walter Benjamin cuando diagnosticaba que el capitalismo no era otra cosa que una “religión”. Y una “religión” que carecía de toda forma de “redención” pues toda su apuesta consiste en la producción incondicionada de “culpa/deuda” (en alemán la palabra “schuld” lleva consigo los dos sentidos).
Que la frase inscrita en el umbral de Auschwitz resuene en nuestros días no puede ser casual. Sobre todo, si podemos establecer una cierta continuidad genealógica entre el nazismo y la emergencia del neoliberalismo donde el trabajo ya no es concebido como una opción dentro de otras, sino como una realidad propiamente antropológica y total en la que la humanidad misma del hombre es concebida a partir del paradigma de la “empresa” gracias a la noción de “capital humano”.
Si los nazis proyectaron un totalitarismo político-estatal, los neoliberales lo desplazan por un totalitarismo económico-gestional, en donde la economía subsume todo resto de la existencia hasta constituir un mundo sin afuera, sin exterior alguno. Y si en los nazis el discurso de la “raza” reducía la existencia humana a su vida desnuda, en el discurso neoliberal la vida desnuda es elevada a antropología y los seres humanos no pueden sino condenarse a trabajar indefinidamente, hasta la muerte (“san treve et sans merci”- recalcaba Benjamin).
Un ejemplo de ello son las palabras que acabamos de escuchar de la presidenta de las AFPs señora Alejandra Cox quien nos invita alegremente, optimistamente, a partir de un cálculo de la vida biológica de los ciudadanos, a trabajar hasta la muerte, tal y como lo habría hecho Nicanor Parra a sus 103 años.
No solo resulta curioso que el trabajo poético pueda ser asimilado sin más a la optimización del trabajo capitalista, sino que, además, su opinión expone a la luz del día el secreto necropolítico y último que anuda a nuestras AFPs con la horrorosa historia de Auschwitz: en ambos se trata de trabajar hasta morir, de no dejar que funcionar sino hasta la muerte: “arbeit macht frei”. El término “libertad” (frei) que para los neoliberales resulta tan decisivo muestra su dimensión completamente tanática: ser libre significa “trabajar” es decir, aplicar sobre sí un dispositivo sacrificial infinitamente, para siempre puesto que no somos más que “capital humano” y, por tanto, gestión de nosotros mismos en cuanto empresas, cada vez, y para siempre. Condenados al capitalismo y a su desposesión infinita, la antropologización total del capital y sus lógicas de optimización se consuma en la forma del “emprendimiento”.
“El trabajo hace libre” –podremos decir- es una afirmación que introduce la idea de libertad económica como el arbitrio mismo del capital, pero no nos abre a una experiencia de felicidad, sino de goce, es decir, nos impide habitar el mundo y nos compensa con el consumo. Ello porque el capital no admite detención, sino continuum. Es justamente eso lo que aquí está en juego: solo la vida detiene, interrumpe, pausa el encadenamiento mítico e infinito con el que funciona el capital.
Pero, si la jubilación era el mecanismo por el cual una vida dentro de la escena capitalista clásica aún podía aspirar a su recompensa después de años de esfuerzo y miserias pues el capitalismo secularizaba la “salvación” del alma en la forma de la “jubilación”, en el capitalismo contemporáneo, que ha transformado completamente la moneda en deuda, no puede haber “salvación” posible sino solo encadenamiento mítico e infinito del capital. El discurso de Cox es, por cierto, el discurso del capital que no quiere cesar sus funciones de acumulación y pretende condenar así, a los cuerpos a trabajar hasta la muerte. No necesitamos más campos de exterminio como el de Auschwitz, basta una AFPs para privar a los pueblos de una vida feliz y de condenarles a una muerte segura. No hay salvación pues ésta ha terminado por coincidir enteramente con la muerte. Así, Auschwitz reverbera genealógicamente como el paradigma que sigue estando presente en la “normalidad” tanática del neoliberalismo. Una realidad donde se multiplican nuevas formas de fascismos (sea en la forma de líderes autoritarios o dispositivos de seguridad extendidos a la vida capilar) y donde funcionarios del capital, los nuevos policías del cuerpo, nuevamente nos privan del vivir.
Rodrigo Karmy-Bolton
Director del Centro de Estudios Árabes de la Universidad de Chile
