Chile debe identificar dónde retrocedió, dónde está cediendo, dónde la comunidad normalizó la ausencia estatal, dónde las redes criminales están ocupando funciones públicas y dónde la informalidad se ha convertido en la alfombra roja para la captura territorial.
Pese a que muchos investigadores y académicos con quienes he conversado o leído discrepan de la idea de que existan zonas donde el Estado esté tan ausente como para permitir el surgimiento de una gobernanza criminal, la experiencia de trabajo de campo —y el diálogo con colegas que estudian territorios complejos desde adentro— me convence de lo contrario.
En América Latina, esto no es un fenómeno excepcional. Podrá tener matices o recibir nombres más amables para no herir susceptibilidades, pero sí existen territorios donde la gobernanza ha sido capturada por fuerzas extralegales, aceptadas, legitimadas e incluso naturalizadas por las propias comunidades.
El trabajo de campo también revela algo aún más incómodo, hay personas que no solo han dejado de creer en el Estado, sino que ya no quieren que regrese. No lo extrañan, no lo esperan, no lo reivindican. Simplemente lo reemplazaron. Y ese reemplazo no adopta necesariamente la estética cinematográfica del “narco” que muestran las series. Se manifiesta en algo mucho más profundo y cotidiano: un orden funcional que no es Estado de derecho, sino otro tipo de Estado—informal, extralegal, pero plenamente operativo para quienes dependen de él.
En esa realidad, la informalidad juega un papel clave ya que abre los espacios donde la gobernanza extralegal se instala y cierra los espacios donde la gobernanza estatal intenta volver. La economía informal, lejos de ser un fenómeno económico aislado, se convierte en un ecosistema donde lo criminal y lo comunitario se mezclan y comienzan a diluirse.
Allí, la protección la ofrece el líder del barrio; los prestamos son accesibles —asumiendo los costos de incumplir los plazos— la resolución de conflictos la administra la banda local; la seguridad nocturna la garantizan jóvenes armados; y la movilidad es regulada por redes que deciden quién entra, quién sale y quién no.
Medir la gobernanza extralegal en las cárceles: el desafío pendiente
Una pregunta que deberíamos hacernos es si estamos midiendo lo correcto. Hoy hablamos de delitos, estadísticas, operativos, incautaciones y percepciones, lo que sin duda es valioso, pero no suficiente. ¿Debemos quedarnos solo en eso? El riesgo no está únicamente en el crimen visible, cuantificable, sino también en la gobernanza que emerge cuando el Estado se repliega.
Y aunque la gobernanza carcelaria extralegal no es el único elemento a considerar, en la reconfiguración del crimen organizado actual, medirlo debiera ser una prioridad para Chile. Es allí donde se ordena, se disciplina y se reproduce la estructura criminal que luego opera en los territorios o incluso a escala transnacional.
La prisión dejó de ser —hace mucho tiempo, en varios países de la región— un lugar donde se “interrumpe” el delito; por el contrario se ha convertido en un espacio donde se diseña, se coordina y se exporta gobernanza hacia afuera, muchas veces sometiendo brutalmente a los privados de libertad para integrarlos a las estructuras criminales dominantes.
El problema es que una parte importante de la población considera esto irrelevante, bajo la lógica simplista de que “quien está preso, se lo merece”. Esa percepción impide ver el impacto que esta dinámica tendrá en muy poco tiempo: sin un sistema penitenciario realista, moderno y coherente con los tiempos, el país quedará expuesto a la expansión externa de esa misma gobernanza criminal y ese es el riesgo estructural, lo que funciona adentro se replica afuera; lo que se controla adentro se controla afuera; lo que se normaliza adentro termina moldeando el comportamiento de comunidades enteras.
Esta dinámica explica, en gran medida, la crisis que hoy atraviesa Ecuador o lo que vimos en el reciente operativo en Rio de Janeiro. La pregunta, entonces, no es solo quién gobierna la cárcel, sino cuánto de esa gobernanza ya se extendió al barrio, al corredor logístico, a los puertos y a las fronteras.
El territorio como base de poder: control social, político y económico
En Perú, la extorsión se ha disparado exponencialmente de la mano del control territorial ejercido por estructuras criminales. Hace poco, un colega investigador peruano me compartió una frase que resume de manera inquietante el problema que enfrentamos: “Quien controla un barrio, controla los votos.”
Esa afirmación refleja con crudeza el nivel de poder que la gobernanza extralegal está alcanzando en varios países de la región. Ya no se limita a regular economías ilícitas; también comienza —y cada vez con mayor intensidad— a moldear conductas, fidelidades políticas y, en algunos casos, incluso la vida religiosa y comunitaria.
Esta forma de gobernanza no requiere legitimidad formal para imponerse; le basta con ser efectiva, constante y cercana. En territorios donde el Estado no llega, llega tarde o llega fragmentado, quien ofrece orden, protección o previsibilidad —aunque lo haga mediante coerción— termina ocupando el lugar del Estado. Es una ecuación simple: lo que el Estado no hace, otro lo hará.
Este tipo de poder territorial se vuelve especialmente tentador para aquellos actores políticos que busquen un “socio leal” para mantener o alcanzar el poder por vía electoral. La capacidad de movilizar votos, disciplinar comunidades y garantizar obediencia colectiva convierte a estas estructuras criminales en aliados peligrosos pero funcionales para aspirantes a cargos públicos.
Es aquí donde el riesgo adquiere una dimensión existencial: cuando la gobernanza extralegal deja de ser solo un problema de seguridad y pasa a convertirse en un mecanismo informal de articulación política, la frontera entre democracia y captura criminal comienza a difuminarse de manera alarmante.
Gobernanza criminal: apuestas, puertos, rutas y corrupción
Por eso, cuando hablamos de crimen organizado, la pregunta que la institucionalidad chilena debiera hacerse va mucho más allá de “¿cuáles son los grupos que generan la violencia?”. La pregunta de fondo es otra: ¿cuánta de esa violencia tiene como objetivo instalar o consolidar una gobernanza extralegal en recintos penitenciarios, barrios, asentamientos precarios o en la infraestructura vital del país?.
Si observamos con atención lo que ocurre en nuestra convulsionada región latinoamericana, el árbol de preguntas para nuestro país, surgiría casi de manera automática: ¿Quién gobierna realmente el negocio de las apuestas en línea, que mueve miles de millones y financia redes criminales globales?, ¿Qué redes gobiernan los puertos, decidiendo qué contenedor pasa, cuál se revisa y cuál simplemente desaparece en la cadena logística?, ¿Quién administra la corrupción, esa maquinaria silenciosa que articula policías, aduanas, funcionarios municipales, operadores políticos y actores privados?, ¿Quién regula las rutas de contrabando y tráfico, invisibles para muchos, pero determinantes para la economía ilícita?, y tantas otras.
La respuesta a estas mismas preguntas, en demasiadas zonas de América Latina, ya no es “el Estado”.
Chile aún tiene tiempo, pero no demasiado
Chile no está sumido en un colapso territorial como el que viven otros países, pero los signos están ahí, claros para quien quiera verlos. Precisamente por eso existe una oportunidad, si somos capaces de construirla sobre tres pilares urgentes: la nueva infraestructura de seguridad pública, la postergada —y cada vez más imprescindible— reforma al sistema de inteligencia, y el fortalecimiento real de nuestras policías, del sistema penitenciario y del Ministerio Público.
A eso debemos sumar métricas que permitan medir lo que realmente importa, más allá de la exacerbada retórica electoral. Porque Chile también debe empezar a medir la gobernanza extralegal, no solo el delito.
Y para ello contamos con múltiples fuentes y capacidades, si logramos integrar la información y analizarla sistémicamente: los datos municipales, los de educación, los registros de ONG, la información del Estado en su conjunto, los antecedentes del Servicio de Impuestos Internos, de Aduanas, la data de Gendarmería y de otras instituciones. Todo eso podría ser extraordinariamente útil si creemos que preguntarnos “quién gobierna” es una buena pregunta —o al menos una pregunta necesaria— para entender nuestro presente.
Chile debe identificar dónde retrocedió, dónde está cediendo, dónde la comunidad normalizó la ausencia estatal, dónde las redes criminales están ocupando funciones públicas y dónde la informalidad se ha convertido en la alfombra roja para la captura territorial.
La gobernanza no es un concepto abstracto; es el conjunto de decisiones cotidianas que determinan quién puede circular, quién puede trabajar, quién puede protestar, quién tiene derecho a vivir sin miedo. Y, lamentablemente, como en tantos lugares de nuestra región, no es igual para todos.
Cerrando con la misma pregunta
En la Amazonía, en los barrios de Guayaquil, en la selva colombiana, en las fronteras venezolanas y en tantos otros rincones de América Latina, se revela una verdad incómoda: cuando el Estado se ausenta, otros gobiernan. Y lo hacen con eficacia, constancia y control. No necesitan legitimidad formal; les basta con llenar el vacío.
Por eso, Chile debe hacerse la pregunta sin rodeos: ¿quién gobierna cuando el Estado se retira? No se trata solo de una inquietud analítica, sino de una pregunta existencial. Porque ahí donde el Estado se vuelve intermitente o ineficaz, emerge una gobernanza paralela que —aunque opere fuera de los marcos del Estado de derecho— resulta más cercana, más disponible y, muchas veces, más funcional para comunidades vulnerables, afectadas o incluso cómplices.
El verdadero riesgo de esa gobernanza extralegal no está solo en su violencia o ilegalidad, sino en su aceptación social. Cuando el miedo, la necesidad o la conveniencia llevan a las comunidades a reconocer como autoridad a quien no tiene sustento legal pero sí capacidad de respuesta, el Estado pierde algo más que control: pierde su rol de garante. Ya no es el dueño del territorio, apenas su administrador provisional.
Y es en esa pregunta —¿quién gobierna?— donde se desnuda la lucha por el poder real: sobre los territorios, las rutas, la infraestructura crítica, las fronteras y las cárceles. Preguntárnoslo con honestidad puede ser un antídoto contra el populismo de izquierda y derecha o simplemente personalistas, el autoritarismo o la manipulación política que instrumentaliza el miedo para reforzar intereses personales por sobre el bienestar colectivo.
También nos recuerda una advertencia urgente: por imperfecta que sea, la democracia y el Estado de Derecho siguen siendo nuestra única defensa frente a la captura territorial del crimen organizado. Porque donde el Estado se repliega, la gobernanza no desaparece. Solo cambia de manos. Y cuando lo hace, casi siempre, ya es demasiado tarde para recuperarla sin un alto costo social y político.
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